viernes, mayo 01, 2009

Discipulado integral Parte I


por Harold Segura C.

El modelo de Pablo en la formación de sus discípulos nos lleva a pensar que el discipulado es, sobre todo, un proceso imitativo.

«En Pablo, más que en cualquier otro escritor neotestamentario, encontramos la visión misionera más sistemática y profunda elaborada en un marco cristiano y universal» Donald Senior El discipulado es el proceso doloroso por medio del cual la iglesia toda contribuye a que sus miembros sean cada vez más parecidos a Jesús. Los dolores, dice el apóstol Pablo, son semejantes a los de una mujer parturienta: «Queridos hijos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto hasta que Cristo sea formado en ustedes» (Gá 4.19)*.

Es doloroso y complejo porque el objetivo hacia el cual apunta es «que Cristo sea formado» en nosotros. ¡Vaya tarea! En el caso de Pablo, el costo resultó alto: desvelos, angustias, mucha paciencia y amor sacrificial. Pero, como sucede con la mujer que da a luz, la tarea también resulta gratificante y llena de sentido. Es esa la tarea que, según el apóstol, le da alegría a nuestro ministerio y nos causa sano orgullo delante del Señor. Así lo expresa, por ejemplo, cuando se refiere a sus discípulos de Tesalónica: «En resumidas cuentas ¿cuál es nuestra esperanza, alegría o motivo de orgullo delante de nuestro Señor Jesús para cuando él venga? ¿Quién más sino ustedes? Sí, ustedes son nuestro orgullo y alegría» (1Ts 2.19–20).

La tarea de hacer discípulos es paradójica. En ella, la alegría y el dolor se encuentran en el mismo camino. Pablo experimentó la angustia del parto y la felicidad del alumbramiento. Él fue experto en pesares, pero también maestro en gozos desbordantes al ver que sus hijos en Cristo crecían en la fe. A la misma comunidad de Tesalónica les escribe: «¡Ahora sí que vivimos al saber que están firmes en el Señor! ¿Cómo podemos agradecer bastante a nuestro Dios por ustedes y por toda la alegría que nos han proporcionado delante de él?» (1Ts 3.8–9).

Por su pericia en el difícil arte de contribuir a la formación de cristianos maduros y de crecer juntamente con ellos, Pablo se constituye en un extraordinario punto de referencia para el aprendizaje de lo que significa ser discípulo y hacer discípulos en el contexto de la comunidad de fe. Él será el modelo que examinaremos en esta ocasión.

El enfoque bíblico se concentrará en las tres cartas pastorales —las dos a Timoteo y la dirigida a Tito— y desde ellas se plantearán los interrogantes en relación con la labor de formar discípulos y ser formados como tales. Entregaremos el desarrollo del tema en varios artículos.

Las cartas pastorales

A Paul Antón, biblista del siglo XVIII, se le atribuye haber sido el primero en denominar «cartas pastorales» a las tres epístolas escritas por Pablo a sus íntimos colaboradores Tito y Timoteo. Esas cartas forman un grupo homogéneo de los escritos paulinos y, al igual que la dirigida a Filemón, sus destinatarios particulares no son las iglesias mismas, sino sus pastores. Su contenido abunda en recomendaciones acerca del ejercicio ministerial, pero agrega también orientaciones pastorales para el crecimiento cristiano y el fortalecimiento de la fe de los servidores de «la casa de Dios» (1 Ti 3.15).

Estas cartas pertenecen a los llamados escritos tardíos del apóstol Pablo; quizá entre los años 62 y 67, cerca de su muerte. La ubicación de las fechas, al igual que la identificación de su autor, ha sido objeto de extensos y numerosos debates entre los especialistas del Nuevo Testamento. Al aceptar las fechas indicadas y la autoría de Pablo nos acogemos a la tradición de la iglesia antigua, aunque reconocemos las serias repercusiones de esta opción.

Los escritos están dirigidos a Timoteo y a Tito. Pero bien se puede pensar que, aunque se mencionan los nombres específicos, las recomendaciones tienen en mente a un grupo más amplio de dirigentes de la iglesia.

Los dos personajes son conocidos cristianos del siglo primero, quienes mantuvieron una relación de amistad y fraternidad con el apóstol Pablo. Timoteo fue uno de sus colaboradores más íntimos y gozó de su plena confianza. El libro de Hechos lo menciona en seis ocasiones (16.1; 17:14,15; 18:5; 19:2; 20:4) y dieciocho en las epístolas paulinas. Fue compañero inseparable del apóstol en sus viajes por Galacia, Troas y Filipos, entre otros lugares; incluso durante la prisión en Roma. Pablo le encargó el gobierno de la iglesia en Éfeso, ciudad donde se encontraba cuando recibió la primera carta (1 Ti 1.3). Las referencias dejan ver una relación cálida entre el maestro y el discípulo: en una ocasión lo llama «mi hijo amado y fiel hijo en el Señor» (1Co 4.17) y en otra «mi verdadero hijo en la fe» (1Ti 1.2)

En cuanto a Tito, su nombre se menciona en doce ocasiones en las epístolas paulinas (2Co 2.13; 7.6, 13, 14; 8.6, 16, 23; 12.18; Gá 2.1, 3; 2Ti 4:18; Tit 1.4). Estaba junto a Pablo en el concilio de Jerusalén (Gá 2.1–3). Era de origen gentil (Gá 2.3) y probablemente pertenecía a la comunidad de Antioquía. Pablo le confió delicados encargos ministeriales y, al final de la vida del apóstol, fue constituido pastor de Creta (Tit1.5) y colaborador en la misión hacia Dalmacia (2Ti 4.10), territorio de la antigua Yugoslavia.

En estas epístolas encontramos algunas pautas para el camino, en cuanto a la formación cristiana y a la mejor manera de contribuir al desarrollo de creyentes fieles a su Señor y obedientes a la tarea del Reino. Pablo deseaba que estos dos servidores de la iglesia se esforzaran por presentarse a Dios aprobados «... como obrero[s] que no tiene[n] de qué avergonzarse y que interpreta[n] rectamente la palabra de verdad» (1Ti 2.15). ¡Con nada menos se sentiría satisfecho!

Contribuir a ese propósito era una tarea primordial en la vida del apóstol. Él presentía que su partida estaba cercana: «Yo, por mi parte, ya estoy a punto de ser ofrecido como un sacrificio, y el tiempo de mi partida ha llegado» (2Ti 4.6). Al partir dejaría un legado de compromiso radical con la causa de Cristo que Tito y Timoteo deberían recoger y continuar en medio de las iglesias. Había, pues, un sentido de urgencia en este propósito.

Pero, ¿cómo realizó Pablo esa tarea? ¿Cuáles fueron las pautas que siguió para contribuir en la formación integral de esos dos apreciados discípulos? Una lectura atenta de las cartas pastorales iluminará las respuestas.

Proceso imitativo

«He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, me he mantenido en la fe»
(2Ti 4.7)

Una de las características de estas epístolas es su exigencia moral y espiritual para los dirigentes de las iglesias (pastores, obispos o diáconos), entre ellos Tito y Timoteo. Se requiere que sean intachables, moderados, sensatos, temperantes, y cuidadosos de su conducta pública (1T. 3.2–13). Pero a ese nivel de calidad moral no se podía aspirar con solo afirmar la ortodoxia doctrinal. Quizá, es por eso que Pablo apela a su propio modelo de vida. Los lectores de sus cartas entienden, entonces, que la primera lección de discipulado viene dada por la vida del mismo escritor. Él es la lección encarnada.

Este principio de la formación por medio del ejemplo personal es un común denominador a casi todos los escritos paulinos. En otra carta afirma: «Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced» (Fil 4.9). Todo aquello que el apóstol demandaba de sus discípulos cercanos ellos lo podían ver en la vida y en la práctica del apóstol: había experimentado una genuina transformación (conversión) personal (1Ti 1.12–15); había sido valiente en los momentos de persecución y sufrimiento (1 Ti 4.10; 2Ti 1.12); y había perseverado en la fe cuando los demás lo habían traicionado (2Ti 1.15; 4.16–18).

Es a partir de ese modelo de madurez cristiana que exige que sus discípulos sean irreprensibles moralmente, comprometidos en su ministerio y limpios de conciencia. No reclamaba otra autoridad aparte de la que le concedía su testimonio de vida. Esto explica por qué Pablo le pide a Timoteo: «no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor Jesucristo, ni de mí, preso suyo» (2Ti 1.8). En este caso, el testimonio acerca del Jesús que estaba en los cielos se verificaba por medio de la vida del discípulo que estaba en la tierra. Dar testimonio de Jesús equivalía a dar testimonio de Pablo. ¡Extraña asociación que nos indica hasta dónde puede llegar el impacto de una vida en permanente transformación! Este y no otro era el secreto pedagógico del apóstol.

Pero el ciclo formativo no se detiene ahí. El proceso de hacer discípulos es dinámico y su efecto es multiplicador: Primero, Pablo es un imitador de Jesús; luego Timoteo y Tito imitan a Jesús con la ayuda del modelo de Pablo; para que, finalmente, las iglesias puedan imitar a Tito y Timoteo: «Con tus buenas obras, dales tú mismo ejemplo en todo» (Tit 2.7).

Este modelo apostólico nos lleva a pensar que el discipulado es, sobre todo, un proceso imitativo. Imitación, primero de Cristo, como bien lo recordó en el siglo XV el célebre Tomas de Kempis en su obra Imitación de Cristo. Para el místico alemán la vida cristiana no consiste en saber bien la doctrina, sino en vivir con fidelidad la verdad conforme al modelo de Jesús. Decía él que «quien quiera entender con perfección y sabiamente las palabras de Cristo es preciso que trate de conformar con Él toda su vida». Imitar al Maestro, afirmaba, es el secreto de la iluminación.
Pero también imitación de quienes sirven como modelos de gracia y de virtud. Jesús lo había dicho en sus términos: «Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está en los cielos» (Mt 5.16).
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El autor, colombiano de nacimiento, es consultor de Relaciones Eclesiásticas e Impacto Cristiano para América Latina y el Caribe de Visión Mundial Internacional. * Todas las citas bíblicas son tomadas de la Nueva Versión Internacional NVI, Sociedad Bíblica Internacional, 1999. KEMPIS, Tomas de. Imitación de Cristo. Barcelona: Editorial Regina, 1996. p. 16.

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