domingo, junio 21, 2009

Sinseridad al predicar


por John Stott
La sinceridad, el ser honesto es una cualidad que es fruto del Espíritu Santo, que simplemente describe a una persona que con convicción cree en lo que dice y lo siente.

La juventud contemporánea nada detesta más que la hipocresía, y nada le es más atractivo que la sinceridad. Además, con ello refleja la mente de Cristo quien reservó sus denuncias más severas para los hipócritas. Los jóvenes detestan nuestras hipocresías y subterfugios de adultos. Tienen una percepción muy sensible, por la cual perciben el más pequeño olor a hipocresía religiosa a una distancia considerable. Sospechan especialmente de nosotros los predicadores y de nuestras pretensiones enfáticas; olfatean para ver qué inconsistencias pueden descubrir, así como los perros tras una rata que se esconde. No es que ellos sean por su parte invariablemente honestos y consecuentes; ¿qué ser humano caído lo ha sido alguna vez? Sin embargo, tienen razón en esperar altos niveles de integridad en nosotros puesto que los predicadores no son catedráticos que diserten sobre temas lejanos a su propia experiencia, interés y creencias; están comprometidos personalmente con su mensaje. Por ello, si hay alguien sincero debe ser el predicador.


La sinceridad de un predicador consta de dos aspectos: habla en serio al estar en el púlpito y practica lo que dice cuando no está allí. De hecho, ambas cosas van de la mano inevitablemente, puesto que como dijera Richard Baxter: «quien habla en serio seguramente cumplirá lo que habla».


La persona del Predicador


Su conversión. – La primera y más elemental aplicación del principio arriba mencionado para el predicador es que quien proclama el evangelio debe haber recibido el evangelio él mismo, y quien predica a Cristo debe conocerlo. ¿Qué diremos, entonces, acerca de la peculiaridad de un predicador inconverso, o un evangelista no evangelizado? Spurgeon lo retrata con su habitual agudeza:


  • Un pastor sin la gracia es un ciego elegido como catedrático de óptica, que filosofa acerca de la luz y la visión... ¡al tiempo que él mismo está en absoluta oscuridad!

  • Es un mudo elevado a la cátedra de música; ¡un sordo que escribe fluidamente sinfonías y armonías!


Nos reímos de esta imagen retórica bien ilustrada, pero no con la grotesca anomalía que ella describe. Sin embargo, aún existen personas así en los púlpitos de algunas iglesias.


No es posible citar una instancia más notable que la del Reverendo William Haslam. Ordenado al ministerio de la Iglesia de Inglaterra en 1842, trabajó arduamente en una parroquia del norte de Cornwall. Era un clérigo tratadista a quien le desagradaban verdaderamente los protestantes que no pertenecían a la Iglesia Anglicana; era además una autoridad en antigüedades y arquitectura. Pero no estaba satisfecho; no había una fuente de agua viva en su interior. En 1851, nueve años después de su ordenación, se encontraba predicando el evangelio del día en base al texto: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» (Mt 16.15), el Espíritu Santo (sin duda en respuesta a muchas oraciones) abrió sus ojos y su corazón para ver al Cristo del que hablaba y poder creer en él. El cambio que tuvo lugar en él fue tan obvio que un predicador local presente en la iglesia saltó y gritó: «¡El pastor se convirtió! ¡Aleluya!», en ese instante su voz se ahogó en las alabanzas de la congregación de 300 ó 400 personas. Haslam, por su parte, «se unió a la explosión de alabanza, y para hacerla más ordenada... entonó la doxología... y la gente cantó con la voz y el corazón, una y otra vez». Volaron las noticias de que «¡el pastor se había convertido, y este por su propio sermón, en su propio púlpito!».


Su conversión fue el comienzo de un gran avivamiento en su parroquia, que duró alrededor de tres años con un sentimiento vivo de la presencia de Dios, y conversiones casi diarias; en años posteriores, Dios lo llamó al ministerio sumamente inusual de llevar a muchos clérigos al conocimiento personal de Jesucristo.


Su vida privada. – Sin embargo, los miembros de la iglesia tienen derecho a esperar que el Espíritu Santo haya hecho más en la vida de los pastores que llevarlos a la conversión. Naturalmente, buscan también el fruto del Espíritu, es decir, la madurez del carácter cristiano. Pablo instó a Timoteo y a Tito a ser modelos del comportamiento cristiano. De forma similar, Pedro instruyó a los ancianos a ser «ejemplos para el rebaño», en lugar de dominarlo. El énfasis es claro. La comunicación se realiza por medio del símbolo como por el habla. Porque «un hombre no puede predicar solamente, también debe vivir. Y su vida, con todas sus pequeñas peculiaridades, hace una de dos cosas: o bien coarta su predicación, o le da carne y hueso». No podemos esconder lo que somos. Por cierto, lo que somos habla tan claramente como lo que decimos. Cuando se unen ambas voces, se duplica el impacto del mensaje; pero al contradecirse, incluso el testimonio positivo de una es negado por la otra. Este fue el caso del hombre que Spurgeon describe como un buen predicador pero un mal cristiano: «Predicaba tan bien y vivía tan mal, que cuando estaba en el púlpito todos comentaban que jamás debería dejarlo, y cuando lo dejaba todos declaraban que no debía subir a él de nuevo».


Es en este aspecto que se nos presenta un problema práctico. Se les enseña a los pastores a ser modelos de madurez cristiana. La congregación tiende a vernos como tal, a ponernos en un pedestal, a idealizarnos e incluso a idolatrarnos. Sin embargo, sabemos que la reputación que nos atribuyen es al menos parcialmente falsa, puesto que, si bien la gracia de Dios ha estado obrando en nosotros y continúa haciéndolo, no somos los ejemplos máximos de virtud que ellos tienden a pensar que somos. ¿Entonces, qué debemos hacer? ¿No es la misma sinceridad que estamos discutiendo la que exige que destruyamos el mito que han creado, y que divulguemos la verdad sobre nosotros mismos? ¿Qué grado de apertura personal es apropiado en el púlpito? Mi respuesta a estas importantes preguntas es que una vez más debemos evitar las reacciones extremas.


Por un lado, convertir el púlpito en un confesionario sería inapropiado, indecoroso, y no ayudaría a nadie. Por otro, disfrazarse de perfecto sería deshonesto de nuestra parte, además de desalentador para la congregación. Por ello, ciertamente debemos admitir que somos seres humanos caídos y frágiles, vulnerables a la tentación y al sufrimiento, que luchan con las dudas, el temor y el pecado, y que necesitan depender continuamente de la gracia de Dios que perdona y libera. De esta forma, el predicador puede seguir siendo un modelo, pero un modelo de humildad y verdad.


El cuidado de sí mismo. – A partir de lo anterior, nuevamente es obvio que la predicación no puede ser reducida al aprendizaje de algunas técnicas retóricas. Subyace toda una teología, y todo un estilo de vida. La práctica de la predicación no puede divorciarse de la persona del predicador.


De allí proviene el énfasis neotestamentario en la autodisciplina del pastor. «Tengan cuidado de sí mismos», fue la admonición de Pablo a los presbíteros de la iglesia de Éfeso, antes de agregar, «y de todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo los ha puesto como obispos para pastorear la iglesia de Dios» (Hch 20.28). Del mismo modo, escribió a Timoteo: «Ten cuidado de tu conducta y de tu enseñanza» (1 Ti. 4.16). Este orden es vital. Los pastores tenemos responsabilidades asignadas por Dios tanto hacia la congregación como hacia la doctrina que enseñamos, porque ambas nos han sido encargadas. Sin embargo, nuestra responsabilidad primera es hacia nosotros mismos; guardar nuestro caminar personal con Dios y nuestra lealtad hacia él. Nadie puede ser un buen pastor o maestro para otros si no es en primer lugar un buen siervo de Jesucristo. Los hábitos disciplinados de visitación y consejería pastoral por un lado, y de estudio teológico y preparación del sermón por el otro, se convierten en ejercicios infructuosos, a menos que vayan sustentados por hábitos de devoción personal, especialmente en meditación bíblica y oración.


Cada pastor sabe cuán exigente es su ministerio. Es posible que encontremos falta de comprensión e incluso oposición; ciertamente nos agotaremos en cuerpo y mente; puede que también debamos soportar la soledad y el desaliento. Incluso las personalidades más fuertes colapsan bajo el peso de estas presiones, a menos que el poder de Dios se esté revelando en nuestra debilidad, y la vida de Jesús se revele en nuestros cuerpos mortales, de modo que por dentro nos vayamos renovando día tras día (2 Co 4.7–11 y 16).


La relación indisoluble entre el predicador y la predicación se refleja en muchas de las definiciones de esta última. Una de las más conocidas fue la de Phillips Brooks:


  • La predicación es la comunicación de la verdad de un hombre a los hombres. Contiene dos elementos esenciales: la verdad y la personalidad. No es posible que carezca de alguno de ellos y continúe llamándose predicación.… La predicación es traer la verdad mediante la personalidad ... la verdad es en sí misma un elemento fijo y estable; la personalidad es un elemento que varía y crece.
    Otra po Henry Ward Beecher:


  • Un predicador es, en alguna medida, una reproducción de la verdad en una forma personal. La verdad debe existir en él como una experiencia viva, un glorioso entusiasmo, una intensa realidad.


Es posible discernir un énfasis algo similar en la definición de predicación del laico congregacional Bernard Lord Manning:


  • Una manifestación de la Palabra Encarnada, a partir de la Palabra Escrita, y mediante la Palabra Hablada. Es un acto de adoración extremadamente solemne, en que lo entregado, el Evangelio del Hijo de Dios, eclipsa e incluso transfigura al predicador que lo declara.

  • Es ciertamente inconcebible que un predicador no se conmueva con lo que predica. Es el mensaje el que hace al predicador, controla sus pensamientos e inspira sus obras. Estas tres definiciones enfatizan que existe un nexo indispensable entre el predicador y el acto de predicación.

Argumentos a favor de la sinceridad


Para la mayoría de las personas la sinceridad es una virtud que no necesita explicación; rara vez necesita ser mencionada. Sin embargo, la facilidad con que todos nos alejamos de la estricta honestidad y caemos en algún grado de fingimiento o hipocresía indica que sería prudente armarnos de argumentos. No es difícil encontrarlos; el Nuevo Testamento expone al menos tres.


Los peligros inherentes de ser un maestro. – Ciertamente la enseñanza es un don espiritual, y su ministerio es un gran privilegio. Al mismo tiempo, se trata de un ministerio lleno de peligro, puesto que los maestros que instruyen a otros no pueden aducir que ignoran su propio currículum. Tal como, escribiera Pablo sobre un rabino judío: «Ahora bien, tú que... estás convencido de ser guía de los ciegos y luz de los que están en la oscuridad, instructor de los ignorantes, maestro de los sencillos, pues tienes en la ley la esencia misma del conocimiento y de la verdad; en fin, tú que enseñas a otros, ¿no te enseñas a ti mismo? (Ro 2.17–21). La razón por la que la hipocresía es particularmente desagradable en los maestros es que no tiene excusa. De ahí la dureza del juicio de Jesús sobre los fariseos: «porque no practican lo que predican» (Mt 23.1–3). Ésta es también la razón para el sorprendente consejo de Santiago: «Hermanos míos, no pretendan muchos de ustedes ser maestros, pues, como saben, seremos juzgados con más severidad» (Stg 3.1).


La hipocresía causa gran ofensa. – Sin duda, muchas personas se han apartado de Cristo por el comportamiento hipócrita de algunos que dicen seguirlo. Pablo lo sabía, y estaba decidido a no ser piedra de tropiezo para la fe de otros: «Por nuestra parte, a nadie damos motivo alguno de tropiezo, para que no se desacredite nuestro servicio. Más bien, en todo y con mucha paciencia nos acreditamos como servidores de Dios» (2 Co 6.3, 4). Luego procedió a mencionar su resistencia y carácter como evidencia de la realidad de su fe. No existía dicotomía entre su mensaje y su comportamiento.


Con otros predicadores es distinto. Mientras estamos en el púlpito abogamos en gran manera por Cristo y por la salvación que él provee, pero cuando descendemos de él lo negamos y no damos, más que cualquier otro, evidencias de haber sido salvados. Es entonces cuando el mensaje carece de credibilidad. Si nuestra vida lo contradice, nadie aceptará nuestro mensaje cristiano más de lo que aceptarían un remedio para el resfrío recomendado por un vendedor que tose y estornuda entre cada frase. Obstaculizamos tremendamente nuestro trabajo si edificamos con nuestras bocas los domingos durante una o dos horas y luego derribamos todo con nuestras manos durante el resto de la semana:


Un error palpable en aquellos ministros que crean tal desproporción entre su predicación y su vida es que estudian arduamente para predicar correctamente y estudian poco o nada en absoluto para vivir correctamente [cursivas añadudas]. La semana completa no alcanza para estudiar cómo hablar por dos horas; y sin embargo una hora parece ser demasiado para estudiar cómo vivir toda la semana… Debemos estudiar con el mismo ímpetu tanto para vivir bien como para predicar bien. (Richard Baxter. The Reformed Pastor.)


La influencia positiva de ser una persona genuina. – Ello era evidente en el caso de Pablo. No tenía nada que esconder. Cuando se decidió a renunciar definitivamente a «todo lo vergonzoso que se hace a escondidas», su política fue «la clara exposición de la verdad», y recomendarse de este modo «a toda conciencia humana en la presencia de Dios» (2 Co 4.2). Detestaba la artimaña y el engaño. Ejerció su ministerio abiertamente, y podía apelar tanto a Dios como al hombre como testigos suyos (por ejemplo, 1 Ts 2.1–12). Su convicción personal, solidez de conducta y rechazo de todo subterfugio proporcionaron un fuerte fundamento a todo su ministerio. Nada de su vida o estilo de vida impedía que creyeran sus oyentes o podía ser usado como excusa para no creer. Creyeron en él porque era digno de buena fe. Lo que era y lo que decía era lo mismo.


Estoy convencido de que en nuestros días la simple sinceridad no ha perdido nada de su poder de atracción o impresión. Fue en 1954 cuando Billy Graham alcanzó los titulares por primera vez en Gran Bretaña, con su Gran Cruzada de Londres. Aproximadamente 12.000 personas llegaron a Haringay Arena cada noche durante tres meses. La mayoría de las veces estuve presente, y al mirar la vasta muchedumbre a mi alrededor no pude evitar compararla con nuestras iglesias medio vacías. «¿Por qué viene esta gente a escuchar a Billy Graham,» me preguntaba, «y no viene a escucharnos a nosotros?» Estoy seguro de que había muchas respuestas justas para esa pregunta. Pero lo que seguía respondiéndome a mí mismo era: «Ese joven evangelista norteamericano es de una sinceridad indisputable. Aun sus críticos más acérrimos coinciden en que es sincero. Realmente creo que es el primer predicador cristiano sincero y transparente que muchas personas han oído». Hoy, años después, no he encontrado razón para cambiar de opinión. Es así como la hipocresía siempre repele, pero la integridad o autenticidad siempre atraen.


Una de las principales evidencias de la autenticidad es estar dispuesto a sufrir por lo que creemos. Pablo hablaba de sus aflicciones como credenciales. El predicador insincero diluye el evangelio de la gracia, para evitar «ser perseguidos por causa de la cruz de Cristo» (Gá 5.11–6.12). El verdadero siervo de Dios, por otro lado, se acredita en todo por su resistencia a la oposición (2 Co 6.4, 5). Sus sufrimientos pueden ser asimismo internos puesto que el predicador es particularmente vulnerable a las dudas y la depresión. A menudo es mediante una lucha oscura y solitaria que ha emergido hasta alcanzar la luz de una fe serena. Sus oyentes pueden discernirlo, y le prestarán mayor atención. Colin Morris lo ha expresado de esta acertada forma:


  • No es desde un púlpito sino desde una cruz que se enuncian las palabras llenas de poder. Para ser eficaces, los sermones necesitan ser vistos ademas de escuchados. La elocuencia, la habilidad homilética y el conocimiento bíblico no bastan. La angustia, el dolor, el compromiso, el sudor y la sangre acentúan las verdades explícitas que escuchan los hombres.


La sinceridad personal es probablemente el mejor contexto para mencionar las materias prácticas de reproducción de la voz y los gestos, lo cual es causa de ansiedad para la mayoría de los predicadores jóvenes e inexpertos. Es comprensible que sientan aprehensión por su forma de hablar («¿cómo se oye?») y su porte («¿cómo me veo?»). En consecuencia, algunos deciden averiguar. Se paran ante el espejo, adoptan una variedad de poses y se observan al gesticular; también se escuchan por medio de una grabadora.


De hecho, hoy en día se combina la imagen y el sonido en la cámara de vídeo, la cual es usada regularmente por los seminaristas norteamericanos que aprenden a predicar, y también en otros países. Ahora bien, no es mi intención vedar el uso de estos aparatos, porque no me cabe duda de su utilidad. Y ciertamente la cinta audiovisual es preferible al espejo, puesto que delante del espejo de hecho se actúa, mientras que la cinta permite la evaluación posterior objetiva de un sermón, que ocurre en forma completamente natural. Sin embargo, aún quisiera advertirles de sus peligros. Si se mira al espejo y se escucha en un cassette, me temo que es posible que continúe observándose y escuchándose a sí mismo al estar en el púlpito. En ese caso, el predicador se condenará a una esclavitud paralizante de preocuparse por sí mismo justo en el momento— en el púlpito—en que es esencial cultivar el olvido de sí mismo mediante la creciente conciencia de la presencia de Dios. Además, el predicador no debe olvidarse que habla en nombre de Dios y se dirige a su pueblo. Sé que los actores hacen uso del espejo y la cinta, pero los predicadores no son actores ni el púlpito es un escenario. Así es que ¡cuidado! Puede tener más valor pedirle a un amigo sincero acerca de la voz y gestos en el púlpito, en especial si necesitan corrección. Un proverbio hindú dice que «quien tiene un buen amigo no necesita espejo». Luego podrá ser usted mismo y olvidarse de sí mismo.


Puedo dar testimonio del gran valor de tener uno o más «críticos laicos». Cuando comencé a predicar, a fines de 1945, le pedí a dos estudiantes de medicina, amigos míos, que asumieran ese papel. (¡Los médicos son excelentes para esta tarea porque están entrenados en el arte de la observación!) . Si bien recuerdo haber quedado devastado por algunas de las cartas que me escribieron, su crítica siempre fue sana. Ambos son hoy eminencias en el campo de la medicina. El predicador que pertenece a un equipo ciertamente debe solicitar el comentario de sus colegas. De hecho, la evaluación ocasional en grupo, ya sea del equipo pastoral o de un grupo de personas, convenido especialmente y que incluya a laicos, ha probado ser de inmenso valor para los predicadores. La evaluación irá más allá de la forma de hablar y gestos al contenido del sermón, incluido nuestro uso de la Escritura, nuestra idea principal y objetivo, nuestra estructura, palabras e ilustraciones, y nuestra introducción y conclusión.


En su Segunda Serie, Spurgeon incluye dos charlas sobre «Postura, acción y gestos, cuando se predica un sermón, ilustradas con caricaturas de clérigos que gesticulan en forma grotesca. Estas charlas contienen muchos consejos sabios y divertidos, y aun así es obvio que le preocupa que sus estudiantes preserven la naturalidad. Preferiría que fueran torpes e incluso excéntricos a que comiencen a «posar y actuar».20 Al respecto escribe:


Espero que hayamos abjurado de los trucos de los oradores profesionales: la tensión que busca el efecto, el clímax estudiado, la pausa preestablecida, el pavoneo teatral, la pronunciación afectada de las palabras y quién sabe qué más, lo cual es posible ver en ciertos clérigos pomposos que aún sobreviven en la faz de la tierra. Ojalá se conviertan pronto en animales extintos, y aprendamos todos una forma simple, natural y viva de explayarnos sobre el evangelio, puesto que estoy persuadido de que Dios bendecirá dicho estilo.


«Caballeros», dijo a sus estudiantes en otra charla, «retomo mi regla: usen su propia voz natural. No sean monos, sino hombres; no loros, sino hombres que muestren originalidad en todas las cosas... Yo repetiría esta regla hasta cansarlos, si creyera que la olvidarían: sean naturales, sean naturales, sean naturales siempre».
Esta naturalidad es hermana de la sinceridad. Ambas nos prohiben imitar a otros. Ambas dicen que seamos auténticos.


La predicación no puede ser aislada jamás del predicador. Es él quien determina tanto lo que dice como forma de expresión. Puede ver la gloria de la predicación y comprender su teología. Puede estudiar arduamente y prepararse bien. Puede ver la necesidad de relacionar la Palabra con el mundo, y tener el genuino deseo de ser un constructor de puentes. Sin embargo, puede que aún carezca del ingrediente vital (cuya falta nada puede compensar): la realidad espiritual personal. La sinceridad es una cualidad que es fruto del Espíritu Santo, que simplemente describe a una persona que cree en lo que dice y lo siente.

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John R. W. Stott es conocido en todo el mundo como un experimentado pastor, evangelista, predicador, escritor y erudito reformado. Fue rector de «All Souls Church» (Londres), y fundador y director de «London Institute for Contemporary Christianity».
Este artículo ha sido tomado y adaptado de La predicación puente entre dos mundos, Libros Desafío. Apuntes Pastorales, Volumen XXI – Número 1

Descanso ùtil



por John R. Stott

¿Cómo podemos, en medio de todas estas presiones que nos acosan, sobreponernos al desánimo, y también mantener la frescura espiritual? Personalmente, estoy convencido de que la raíz del estancamiento es, con frecuencia, la falta de autodisciplina.


El estancamiento es hoy uno de los problemas más comunes del liderazgo cristiano, aún más grave que el desánimo. Cuando perdemos la frescura espiritual, nuestra visión empieza a desvanecerse y hasta puede disminuir nuestra fe; la gloria del evangelio puede empañarse al grado de que ya no nos emocione, no haya brillo en nuestros ojos, ni entusiasmo en nuestra acción. Entonces, empezamos a parecer agua estancada en lugar de riachuelos. ¿Cómo podemos, en medio de todas estas presiones que nos acosan, sobreponernos al desánimo, y también mantener la frescura espiritual? Personalmente, estoy convencido de que la raíz del estancamiento es, con frecuencia, la falta de autodisciplina.

Quiero señalar tres tipos de disciplina: la primera es la disciplina del descanso y la relajación; la segunda es de administración del tiempo, y la tercera está relacionada con la vida devocional. En este número de Apuntes Pastorales publicamos la primera de las disciplinas.

La disciplina del descanso y la relajación

Los seres humanos somos criaturas extremadamente psicosomáticas. De hecho, somos criaturas pneumato-psico-somáticas, porque somos cuerpo, mente y espíritu. No es fácil entender la interrelación entre estas áreas, pero sabemos que la condición de una incumbe a las otras. La condición del cuerpo afecta de manera particular nuestra vida espiritual. A veces, cuando me consultan por un problema espiritual, advierto que la solución para esa persona es tomarse una semana de vacaciones. Cuando estamos con ganas de predicar acerca de Jesucristo, y además nos sentimos bien físicamente, las cosas resultan más fáciles. Por eso es necesaria la disciplina del descanso.

En primer lugar, es necesario tomarse un poco de tiempo para uno mismo. Algunos líderes cristianos son trabajadores compulsivos: piensan que si no trabajan mañana, tarde y noche, no son buenos siervos de Dios. Ponen a Jesús como modelo, diciendo que Jesús siempre estuvo disponible a todas horas. Pero al afirmar esto, muestran que su conocimiento de la Biblia deja mucho que desear, porque Jesús no estaba disponible a todas horas.

Quisiera darles a los trabajadores compulsivos el mensaje de Marcos 6.45: «En seguida hizo a sus discípulos entrar en la barca e ir adelante de él a Betsaida, en la otra ribera, entre tanto que él despedía a la multitud». Despidió a la multitud, para poder descansar y orar. Por lo tanto, no debemos sentirnos culpables de tomar algunos periodos de descanso.

Por mi parte, estoy muy agradecido por la siesta, jamás no podría levantarme temprano si no tomara una siesta por la tarde. Recuerdo muy bien cuando visité por primera vez América Latina. Había estado viajando por el continente, y en ese momento me encontraba en Argentina. Durante la última presentación pública en Buenos Aires, alguien me preguntó si había aprendido algo en América Latina. Rápidamente contesté que había adquirido tres valiosas lecciones: la primera era el gran beneficio de la siesta; la segunda era que estaba arrepentido del vicio inglés de la puntualidad, y en tercer lugar, me gustaba el gesto cálido de besar al saludar. Agregué que al regresar a Londres, tendría que olvidarme de dos de ellas… pero he mantenido la costumbre de la siesta. Aunque nuestras necesidades varían de acuerdo con nuestros temperamentos, todos precisamos un tiempo adecuado para dormir y descansar.

También deberíamos tomarnos un día de descanso a la semana; me temo que yo mismo a veces no lo hago, pero creo que debemos obedecer con más fidelidad el cuarto mandamiento; si no lo hacemos, estamos afirmando tener mayor sabiduría que Dios, ya que él nos hizo de manera que necesitamos el ritmo de un día de descanso cada siete. Durante la Revolución Francesa, el ser humano trató cambiar esto, y lo intentó nuevamente en 1917, después de la revolución rusa, pero el experimento de hacer semanas de nueve o diez días fracasó. Dios sabía lo que hacía cuando nos dio un día de descanso cada siete, y no debemos pretender que tenemos mayor sabiduría que él.

En segundo lugar, quiero referirme a las actividades recreativas, y a los pasatiempos. Probablemente cada uno de nosotros guste de practicar algún deporte, y eso es excelente, ya que nos da la oportunidad de hacer actividad física con nuestros amigos. Pero también es importante que tengamos un pasatiempo. Una alternativa podría ser interesarnos por algún aspecto de la naturaleza. Los cristianos evangélicos tenemos una buena doctrina de la redención, pero no de la creación. Me gustaría animarle a observar pájaros, por ejemplo. Quienes practican esta forma de esparcimiento difícilmente sufren colapsos nerviosos, ya que esta práctica permite hacer ejercicio y respirar aire puro. No encuentro palabras para describir la magia de las primeras horas de la mañana, después de la salida del sol, cuando he ido a disfrutar de la vista, los sonidos y los olores de la naturaleza; es una experiencia incomparable, y además mantiene ocupada la mente, alejándola de las presiones del trabajo. También ayuda a meditar acerca de la complejidad y la belleza de la creación de Dios. En cuento sea posible, nuestro pasatiempo debe hacerse al aire libre.

En tercer lugar, pero no menos importante, tenemos la familia y los amigos. Por lo general reconocemos que en nuestro círculo familiar nos aman y nos aceptan, por lo que podemos relajarnos. Los casados nunca deben olvidar que es vital dedicar suficiente tiempo a sus familiasSiempre he admirado a mi sucesor como rector de la iglesia «All Souls», en Londres. Michael Baughn es un padre de familia maravilloso. Él y su esposa son muy felices, tienen tres hijos, que ya son adultos, y resultan un ejemplo de vida familiar cristiana. Michael se propuso estar siempre con su familia durante la cena. Esto lo decidió cuando sus hijos eran pequeños, y seguramente cenaban temprano. No importaba qué estuviera haciendo, él dejaba todo para ir a cenar con su familia.

Todos necesitamos también amigos fuera del círculo familiar, especialmente si somos solteros. Es bueno orar por nuestros «amigos del alma», pues son personas con quienes podemos compartir profundamente nuestras experiencias espirituales. Me pregunto si valoramos suficiente el regalo de Dios de la amistad.

¿Cómo completarían el siguiente versículo, escrito por Pablo?: «Porque de cierto, cuando vinimos a Macedonia, ningún reposo tuvo nuestro cuerpo, sino que en todo fuimos atribulados; de fuera, conflictos; de dentro, temores. Pero Dios, que consuela a los humildes, nos consoló con…» ¿Con qué?, ¿cómo termina el versículo?, ¿cómo consoló Dios a Pablo cuando estaba cerca del colapso? Los cristianos «súper espirituales» probablemente dirían: «Dios los consoló con la presencia de Jesús», pero no es así como continúa Pablo. Él «nos consoló con la venida de Tito», con la llegada de un amigo cercano y las noticias que él traía. Dios utiliza esta necesidad humana de la amistad para consolarnos.

Tenemos otro ejemplo de Pablo, al final de su segunda carta a Timoteo: parece que está en la prisión de Mamertina, en Roma, donde no había ventanas sino solamente unas pequeñas aberturas circulares en el techo, por las que entraba luz y se ventilaba la celda. Pablo saldría de esa prisión solo para su ejecución. Fue entonces cuando confesó: «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe». Él se encontraba en la plenitud de su madurez, al final de su vida; sin embargo, se sentía solo; era un gran cristiano, maduro, pero solo. Entonces escribió acerca de la presencia de Dios en el capítulo 4 («Pero el Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas») y acerca de la esperanza de la segunda venida de Jesús, pero ninguna de estas dos verdades teológicas le quitaron el sentimiento de soledad. Después, en el versículo 9, anota «procura venir pronto a verme» y en el versículo 21: «procura venir antes del invierno». Pablo también le pidió al joven discípulo su capa porque tenía frío.

Lo anterior nos hace ver que Pablo era un gran cristiano, pero también era muy humano y no temía admitir su necesidad de la compañía de sus amigos.

En síntesis, necesitamos tomar tiempo de descanso, practicar deportes o pasatiempos y finalmente, requerimos de nuestra familia y amigos. Estas necesidades son humanas y nunca debemos avergonzarnos de admitir que las experimentamos.
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