viernes, abril 10, 2009

Los profetas tienen un grave peligro:!No saben callarse!(Apo.18)





Juan Stam, Costa Rica

Este capítulo es sumamente fuerte y, para Juan y las iglesias, muy peligroso. En un discurso casi exclusivamente económico y político, Juan se declara, sin tapujos y sin ambages, enemigo del imperio romano. Emplea todo el arsenal del género apocalíptico para denunciar a la gran Babilonia: el oráculo profético, la sátira, la canción de protesta y la celebración himnódica de la ruina del imperio.1 Lo más atrevido fue invitar a los lectores a celebrar jubilosos la futura destrucción del imperio y su capital.

Si Juan hubiera escrito este capítulo hoy, sin duda lo habrían tildado de extremista, subversivo, prejuiciado y a a lo mejor de amargado. Objetivamente visto, el imperio romano ofrecía grandes beneficios a sus ciudadanos (claro, para los esclavos y no-ciudadanos era un cuento muy diferente, pero estamos hablando de la gente importante, la gente con status social, no los negros e indígenas). Sin duda, los sociólogos y economistas del imperio podrían sacar impresionantes estadísticas "per cápita" para mostrar que, en general, la población (los ciudadanos) estaban bastante bien. ¿Por qué tenía que ser tan anti-patriótico Juan de Patmos?2

El ojo profético de Juan le revelaba una realidad muy diferente al consenso de su época, de la "opinión pública" prevaleciente. Juan no podía contemplar el imperio objetivamente, como si él fuera neutral. Juan tenía muchos y grandes prejuicios -- contra el imperio, a favor de los pobres, a favor del reino de Dios y su justicia. ¡Benditos prejuicios! Con esas convicciones, su agudo análisis de la realidad lo hizo un inconforme incurable y un desadaptado social. Como profeta no podría ser otra cosa.

Los profetas y profetisas son personas que han visto a Dios y a la vez están viendo a la realidad del mundo. En Apocalipsis 4-5 Juan está en el cielo, con una visión de Dios y su trono, escuchando las alabanzas de millones de ángeles. Pero en seguida, con la visión de los jinetes, Juan levanta su voz de protesta profética contra el imperio con su militarismo (caballo rojo), injusticia económica (caballo negro), epidemias (caballo amarillo), persecución (quinto sello) y sus estructuras de poder y estratificación social (sexto sello; Ap 6:15-17). Juan oye los cánticos celestiales pero oye también el clamor de las víctimas del imperio.3

Ser profeta tiene dos dimensiones, una vertical y una horizontal, por decirlo así. El profeta ha estado con Dios, ha visto a Dios y conoce a Dios íntimamente, y ve todo desde la perspectiva de Dios. Pero el profeta también vive cerca de su pueblo y ve su realidad. Ambas dimensiones son esenciales. Si sólo ve a Dios, puede ser un místico pero no un profeta. Si sólo ve al mundo, puede ser un sociólogo o un economista, pero tampoco un profeta. El profeta Elías nos da un ejemplo de esta profecía comprometida. Era varón santo, portador del Espíritu y hombre de oración, pero para traer vida al hijo de la sunamita tuvo que subir y extenderse, en contacto chocante y peligroso, sobre el cadáver del niño (2 R 4:32-36; cf. 1 R 17:21). El profeta vive en contacto íntimo con Dios y en contacto con el pueblo, con todos los riesgos correspondientes.

Los profetas tenían (y tienen) el gran problema de realmente creer en Dios, y realmente amar al prójimo y a la justicia (Jer 50:25,31,34; cf. Ap 18:8). Tienen el problema muy incómodo de haber visto al Señor y haber escuchado su voz. Eso no les ayudaba a adaptarse a la sociedad como personas normales y tranquilas. Después de un encuentro con Dios, nadie puede seguir siendo conformista. "Al encontrarme con tus palabras", dice Jeremías (15:16-17), "yo las devoraba, ellas eran mi gozo y la alegría de mi corazón, porque yo llevo tu nombre... He vivido solo, porque tu estás conmigo y me has llenado de indignación". Esa paradójica mezcla de deleite y furia es lo que mueve a los profetas.

Los profetas no eran profetas porque ellos querían serlo, sino porque sabían que Dios les había llamado para hablar en su nombre. No escogieron ser profetas; Dios los obligó, contra su propia voluntad. "El Espíritu me levantó y se apoderó de mí, y me fui amargado y enardecido, mientras la mano del Señor me sujetaba con fuerza" (Ez 3:14).4 Son conocidas las palabras de Amós: "Yo no soy profeta ni hijo de profeta... Pero el Señor me sacó de detrás del rebaño y me dijo: 'Ve y profetisa a mi pueblo Israel'" (7:14-15). Isaías relata en términos poderosamente dramáticos su propio llamado al ministerio profético (Is 6:1-13) y lo vuelve a describir más adelante:

El Señor me llamó antes de que yo naciera,en el vientre de mi madre pronunció mi nombre.Hizo mi boca una espada afilada...me convirtió en una flecha pulida (Is 49:1-2)
Jeremías, el profeta angustiado y lloroso, era profeta a pesar suyo. Fue tan amarga su experiencia profética que dijo que lamentaba haber nacido (15.10; 20:14-15), pues nació para ser "hombre de contiendas y disputas contra las naciones. No he prestado ni me han prestado, pero todos me maldicen" (15:10). Acusó a Dios de haberlo seducido y forzado a ser profeta contra su voluntad (20:7). Ahora, todo el mundo se burla de él, por lo que "la palabra de Yahvéh no deja de ser para mí un oprobio y una burla" (20:8). Pero a pesar de todos los pesares, Jeremías no puede callarse:

Si digo: "No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre", entonces su palabra en mi interior se vuelve un fuego ardiente que me cala hasta los huesos.He hecho todo lo posible por contenerlo, pero ya no puedo más (20:9)
¿No es acaso mi palabra como fuego,como martillo que pulveriza la roca? (23:29)
Los profetas no podían callarse, porque la Palabra de Dios los consumía. En ellos había nacido un imperativo ineludible de levantar su voz. Un cántico cristiano, que se llama "el profeta", capta la poderosa urgencia de la palabra profética:

Antes que te formarasdentro del vientre de tu madre,antes que tú nacieraste conocía y te consagré. Para ser mi profeta de las naciones yo te escogí:irás donde te envíe,y lo que te mande proclamarás.

Estribillo:
Tengo que gritar, tengo que arriesgar,
¡ay de mí si no lo hago! ¿Cómo escapar de tí?
¿Cómo no hablar si tu voz me quema dentro?
Tengo que andar, tengo que luchar,
¡Ay de mi si no lo hago!
¿Cómo escapar de tí?
¿Cómo no hablar si tu voz me quema dentro?

No temas arriesgartePorque contigo yo estaré;
no temas anunciarmeporque en tu boca yo hablaré.
Te encargo hoy mi pueblopara arrancar y derribar,
para edificar,destruirás y plantarás.
Deja a tus hermanos.deja a tu padre y a tu madre,
abandona tu casaporque la tierra gritando está.
Nada traigas contigo,porque a tu lado yo estaré;
es hora de lucharporque mi pueblo sufriendo está.

Otra canción, de los tiempos de la guerra de Vietnam, es también un grito de protesta profética contra la violencia y la injusticia:

YO NO PUEDO CALLAR
Un río de lágrimas florece,
allá en las aldeas de Vietnamy todos los niños que ahí muerenjamás han tenido navidad.
El hambre clava y clava sus colmillosen Biafra,
Nicaragua y Pakistány claman los ancianos mutiladospor el fatal efecto del napalm.
Yo no puedo callarNo puedo pasar indiferenteAnte el dolor de tanta genteYo no puedo callar.
Yo no puedo callarMe van a perdonar, amigos míosPero yo tengo ahora un compromisoY tengo que cantar la realidad.

Brasil, Río de Janeiro se divierteun río de placer su carnavaly mientras que allá en otros lugaresse mueren por la falta de pan.
Y mientras que los pueblos poderosospuedan echar el trigo en alta marlos cínicos exponen sus razonespara subir el precio y nada más.
Cada minuto muere en este instanteun niño de fatal desnutricióny el perro que se gasta el potentadodevora su filete de exportación.
Yo no puedo callarNo puedo pasar indiferenteAnte el dolor de tanta genteYo no puedo callar.
Yo no puedo callarMe van a personar, amigos míosPero yo tengo ahora un compromisoY tengo que cantar la realidad.
¡Que Dios levante hoy también en América Latina profetas que viven cerca de él y cerca del pueblo, con ese gran defecto de no saber callarse!
--------------------------------------------------------------------------------
1
Eso no descarta que aparece también una nota muy tierna de dolor por el sufrimiento humano, sobre todo en 18:22-23.

2
Cf. "Cuando ser cristiano huele a anti-patriótico" (Stam 1999A:102-104; 2006:113-114).

3
Ver "Un profeta con la cabeza en el cielo y los pies en la tierra" (Stam 2003:64-63).

4
El AT repite frecuentemente que "la mano del Señor" estaba sobre los profetas (1 R 18:46 hebr; 2 R 3:15; Ez 1:3; 3:14; 8:1). Otra frase hebrea muy frecuente para esta "compulsividad profética" era "la carga de Yahvéh" (12 veces en Isaías, siete en Jeremías, dos en Zacarías y una en Ezequiel, Nahum, Habacuc y Malaquías). A veces se llama "la carga de la Palabra de Dios" (Zac 9:1; 12:1; Mal 1:1). El término MaSâA, del verbo MâSâA (alzar, cargar), se usaba de las cargas prohibidas en día sábado (Jer 17:21 entre otros), de la carga de un asno o dos (Ex 23:5; 2 R 5:17) o de cuarenta camellos (2 R 8:9). La idea es que la palabra profética "pesaba" fuerte sobre ellos. Dada la poca claridad del término "carga" en castellano, RVR y NVI siempre traducen la frase por "profecía" u "oráculo".

Las demandas de la cruz



Son muchas las iglesias que al llegar a la llamada «Semana Santa» celebran la crucifixión del Señor Jesucristo al final de su vida en la tierra. Por inaudita que parezca, esa celebración no es una barbaridad; es la exaltación del Hijo de Dios, quien se entregó a sí mismo en propiciación por nuestros pecados. Mediante la cruz se abre la puerta a la salvación de quienes por su arrepentimiento y su fe, son incorporados al pueblo de Dios. Es comprensible la concentración cristocéntrica en la obra divina de la salvación. De ahí que los escritores del Nuevo Testamento, prácticamente en su totalidad, se refirieran explícitamente a la crucifixión de Jesús como fundamento de nuestra salvación.
Como ejemplo, podemos citar al apóstol Pablo, quien escribió: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí, y lo que ahora vivo en la carne lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gá. 2:20). Y en otra de sus cartas afirmó con vehemente radicalidad: «Yo resolví entre vosotros no saber cosa alguna que no sea Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co. 2:2).
El propio Señor Jesucristo declaró a sus discípulos que «debía ir a Jerusalén y padecer muchas cosas de sus adversarios y ser muerto» (Mt. 16:21, Mt. 20:17-18). Él había venido al mundo «no para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt. 20:28). Esta afirmación tuvo confirmación solemne al compartir con sus discípulos el pan y el vino en la cena que él mismo había instituido (1 Co. 11:23-25).
Ahora bien, para el discípulo de Cristo el mensaje de la cruz entraña un cuádruple llamamiento:
Una llamada a la reconciliación y la comunión con Dios
En el Nuevo Testamento la palabra más usada para traducir la experiencia de la conversión es «metanoia», que significa «cambio de mente». Este cambio exige una convicción de pecado profunda y una confesión del mismo, lo que incluye reconocimiento de la naturaleza dañada por el pecado. Esto hace que nos reconozcamos culpables delante de Dios, no sólo por lo que hemos hecho, sino por lo que somos. Lo que la cruz de Cristo demanda de nosotros no es una cosmética espiritual que nos haga honorables a ojos de nuestros semejantes, sino una espiritualidad radical equivalente a una nueva creación (2 Co. 5:17). Lo que se nos pide es que imitemos a Cristo y nos convirtamos en luz del mundo y sal de la tierra (Mt. 5:13-16).
Un par de parábolas bíblicas nos ilustran bien el significado del arrepentimiento y la fe en la conversión. Ambas son tan conocidas como iluminadoras y ambas producen en nosotros convicción y confesión de pecado como principio de una vida nueva en relación santa con Dios, Padre misericordioso.
No puede ser más clara y enternecedora la parábola del hijo pródigo (Lc. 15:11-32). En ella se relata el desvarío de un joven que abandona el hogar paterno y se hunde en una vida de disipación y miseria, pero que reflexiona, confiesa su pecado y vuelve arrepentido a la casa paterna con una confesión conmovedora. Dice a su padre: «He pecado contra el cielo y contra ti; no soy digno de ser llamado tu hijo, pero hazme como uno de tus jornaleros» (Lc. 15:21). En la emotiva respuesta de su progenitor, el hijo no oye ningún reproche, ningún sermón. Sólo palabras de bienvenida y aceptación. Para padre e hijo el regreso de éste se ha tornado en fiesta. El hijo perdido ha sido hallado; había estado muerto y ha revivido. Una gran fiesta ha marcado el comienzo de la más grande de las experiencias: la salvación.
Parábola del fariseo y el publicano (Lc. 18:9-14). El primero era prototipo de una falsa religiosidad. No buscaba la gloria de Dios,sino su propio ensalzamiento, la inflación de su vanidad.Por el contrario, el publicano -odiado cobrador de impuestos para el erario de Roma- no se sentía merecedor de nada. Consciente de sus faltas y del aborrecimiento de los judíos más ortodoxos, «no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador».Para Jesús, el juicio sobre aquellos dos hombres era claro: «Os digo que aquel hombre (el publicano) descendió a su casa justificado más bien que aquél, porque cualquiera que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido».
Una llamada a la entrega plena
La cruz de Cristo implica una demanda de entrega plena por parte del creyente que decide seguir a Jesús. Pablo fue consecuente también con este compromiso: «El amor de Cristo nos constriñe, habiendo llegado a esta conclusión: que si uno murió por todos luego todos murieron. Y por todos murió, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co. 5:14-15).
Esa entrega implica reconocimiento y aceptación plena del señorío de Cristo. Es hermoso poder decir al Señor lo que le dijo Pablo el día de su conversión: «Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hch. 9:6). O hacer nuestras las palabras del distinguido líder moravo Conde de Zinzendorf: «Sólo tengo una pasión, y ésta es él, únicamente él».
La entrega del creyente para servir a su Salvador es un gran privilegio derivado de su redención. Constituye un cambio de dueño. Recordemos las palabras de Pablo en su primera carta a los Corintios: «¿No sabéis que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios» (1 Co. 6:19-20). ¿O acaso servimos a Dios a medias? ¿No estaremos pretendiendo seguir siendo señores de nuestra vida a la par que hacemos de Cristo nuestro siervo? ¡Qué absurdo! ¡Y qué indignidad!
Una llamada a la identificación con Cristo
«Si alguno está en Cristo, es una nueva creación; las cosas viejas pasaron y todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). Con Cristo morimos y con Cristo resucitamos. La comunión con él exige una renuncia a toda forma de desobediencia. En Cristo y con él, el creyente está llamado a vivir una vida de discipulado sin reservas. Son inadmisibles los términos medios en los que nos gusta instalarnos. «Ningún siervo puede servir a dos señores» (Lc. 16:13).
En la portadilla del libro de C. S. Lewis The great divorce (El Gran Divorcio), escribió George McDonald las siguientes inspiradas palabras: «No, no hay escapatoria. No existe cielo alguno con un poco de infierno, no hay modo de retener algo del diablo en nuestros corazones o en nuestros bolsillos. ¡Fuera Satanás con todos sus pelos y plumas!».
Aun los pecados mas sutiles -egoísmo, orgullo, vanagloria, envidia, rencor- acarrean el desagrado del Señor. Contra ellos hemos de luchar sin desfallecimiento si realmente le tenemos a él por Señor. Nuestra fidelidad al Cristo provocará la hostilidad del mundo, pues vivimos en una sociedad abiertamente anticristiana, lo cual nos obliga a luchar contra nuestras propias tendencias pecaminosas.
En nuestra pugna contra toda suerte de fuerzas enemigas más de una vez resbalaremos y caeremos, pero en la cruz de Cristo encontraremos siempre el poder para ser «más que vencedores» (Ro. 8:37).
Una llamada a evangelizar
Aun antes de asumir la cruz, Jesús fue consciente de que una parte esencial de su obra -la formación de la Iglesia- no la iba a realizar solo. Llamó a doce de sus discípulos y los envió a predicar el reino de Dios (Lc. 9:1-6). Después de su muerte y su resurrección, les encomendó la «gran comisión» (Mt. 28:19). La iglesia apostólica pronto vino a ser testimonio vivo de Cristo, lo que acarreó persecución e incluso muerte violenta. Impresiona el testimonio de Esteban, seguido del de Pablo, al que pronto siguieron otros que tuvieron el mismo fin que estos primeros discípulos.
Una vez convertido a Cristo, Pablo vino a ser uno de los paladines de la obra misionera. Con lógica convincente razonó la necesidad de aceptar el reto misionero: «¿Cómo predicarán si no han sido enviados?», para citar a continuación el bello y estimulante texto de Isaías: «Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!» (Ro. 10:15). Bajo la dirección del Espíritu Santo y en circunstancias sumamente adversas tuvo lugar en aquel tiempo una gran expansión misionera en numerosos lugares del imperio romano. No debe de ser casualidad que los periodos más florecientes en la historia de la Iglesia cristiana han sido aquellos en que la obra misionera ha sido atendida con diligencia.
¡Dichosa la iglesia local que instruye a sus miembros en la gloriosa tarea de proclamar el más glorioso de los mensajes! ¡Y bienaventurado el creyente que responde dignamente a las demandas de la cruz!

José M. Martínez
-----------------------------------------------------------------------------------
NOTA DEL PASTOR JOSÉ M. MARTÍNEZEs para mí un motivo de honda satisfacción poder presentar este tema del mes. Después de una larga temporada (casi nueve meses) apartado de toda actividad por mi enfermedad cardíaca, doy muchas gracias a Dios, en primer lugar, por permitirme volver a esta forma de servicio. Pero también quiero aprovechar esta oportunidad para agradecer a todos los lectores y suscriptores de Pensamiento Cristiano las innumerables muestras de apoyo recibidas en este tiempo de prueba. Sin duda vuestras oraciones han contribuido a que la oscuridad de este tiempo haya sido mucho más llevadera. Mis fuerzas no son las de antes, pero mientras el Señor de la vida me dé vida, me pongo a Su disposición para seguir sirviéndole de acuerdo con sus propósitos siempre sabios.«Sostiene Jehová a todos los que caen y endereza a todos los que ya se encorvan» (Salmo 145:14)
(http://www.pensamientocristiano.com).