miércoles, diciembre 10, 2008

Que los niños crezcan como Jesús crecía

Por Manfred Grellert y Harold Segura
Jesús es modelo, sentido y destino de vida; es el arquetipo de la nueva humanidad, y lo es desde su nacimiento. Ya desde el pesebre representa el símbolo y la plenitud de la vida.
«En este sentido, el Niño que yace entre el buey y el asno en el pesebre no representa el comienzo de la vida. Es su símbolo y plenitud» Leonardo Boff
Jesús es nuestro maestro y modelo. Como maestro nos enseñó el camino de la vida plena; como modelo nos demostró con su experiencia de vida en qué consiste esa plenitud. Por lo tanto, si buscamos saber en qué consiste una existencia realizada y plena, debemos fijar nuestra mirada en él. El apóstol Pablo nos anima a procurar el ideal de un ser humano «perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Ef 4.13). Jesús es esa medida de perfección.
Pero bien, cuando se afirma que Jesús es el modelo de humanidad se acepta esa premisa dando por sentado que nos referimos al Jesús adulto, o al joven adulto: al maestro de Nazareth, al de los diálogos en el camino hacia Samaria, al de los milagros junto al Mar de Galilea, al valiente contradictor de los poderosos, al sufriente del Gólgota, en fin, al que nos presentan los evangelistas después de que el Padre confirmara su vocación en el Jordán. La tradición espiritual cristiana, cuando nos anima a seguir a Jesús, casi siempre se refiere al Jesús de casi treinta años de edad. Pero ¿qué decir del niño Jesús? ¿Es él modelo de vida y de desarrollo? ¿También a él debemos seguirlo? Claro que sí. No me queda duda de ello, sobre todo cuando los evangelistas, en especial Mateo y Lucas, dedican varios capítulos para demostrarnos en detalle la grandeza de su pequeñez. Para Ana y Simeón, el Jesús al que sirvieron y adoraron fue el pequeñito que llevaron en brazos al Templo de Jerusalén. De Ana se dice que «daba gracias a Dios, y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2.38). Tabién los magos de Oriente adoraron al Jesús recién nacido (Mt 2.11).
Nuestra espiritualidad evangélica tiene una gran deuda con el modelo del niño Jesús como referente de vida cristiana. Por ahora, exploremos —entre los múltiples acercamientos que pudiéramos hacer «al niño»— las implicaciones de su modelo de desarrollo humano. Estas primeras intuiciones abren un amplio camino para comprender de qué manera pueden nuestras iglesias servir a la niñez de manera más integral y procurar su «vida en abundancia» (Jn 10.10). ¿Acaso no es así —con sentido holístico y humanizador— como se cumple la Misio Dei (la misión de Dios)?
Nos detendremos en Lucas 2.52 como fundamento del paradigma de desarrollo de Jesús tal cual lo describe el evangelista: «Y Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y los hombres» y en su complemento —Lucas 2.40— que dice que «…el niño crecía y se fortalecía; se llenaba de sabiduría, y la gracia de Dios era sobre él». En estos versículos se expone, en síntesis, la concepción integral del ser humano, propia de la cultura hebrea. De manera especial, el Antiguo Testamento presenta al ser humano como un ser multidimensional y, al mismo tiempo, como una unidad indivisible. Aunque comprende varias dimensiones (la intelectual-cognoscitiva, la biológico-somática, la que tiene que ver con la voluntad, la que se refiere a su motricidad y la que comprende la sociabilidad) no por ellas deja de ser uno. La persona humana, desde esta perspectiva, es un individuo multidimensional e indivisible o, en otras palabras, un todo múltiple integrado por varias dimensiones (biofísica, psicosocial y espiritual).
Jesús se desarrolló de manera armónica y saludable en todas las dimensiones humanas: lo espiritual fue indispensable, sin desconocer que lo corporal era imprescindible; cuidó el crecimiento físico, sin descuidar su desarrollo afectivo; la importancia de afirmar su relación con Dios jamás lo condujo a descuidar la relación con su familia en particular o con la comunidad en general. Alma y cuerpo, vida privada y vida social, necesidad espiritual y necesidad material, razón y emoción, tuvieron el balance apropiado para que su desarrollo fuera armónico, conforme a la voluntad del Padre.
Lucas es uno de los dos evangelistas —el otro es Mateo— que presenta la infancia de Jesús. Ambos relatos son narraciones sobre sucesos en los que a Jesús es presentado como redentor y Mesías; por ello son conocidos como «narraciones confesionales», cuyo interés es identificar al pequeño Jesús con el salvador esperado por el pueblo. Lucas lo hace en dos breves capítulos, que no por breves dejan de ser profundos y reveladores. Dado que Lucas era médico, sus descripciones acerca del desarrollo físico de Jesús cobran mayor importancia. Primero dice que «…el niño crecía y se llenaba de sabiduría, y la gracia de Dios era sobre él» (2.40). La palabra «crecía» (en griego: auxáno) se puede traducir también como «se engrandecía» o «se robustecía», «se hacía grande», y hace referencia al desarrollo orgánico (físico) propio de un niño. Tiene que ver con el despertar natural de la vida, con aquello que sucede como parte de la gracia natural de Dios cuando el niño disfruta de condiciones de amor, cuidado y atención, de las que gozó Jesús por parte de sus padres y allegados.
Dicha descripción se repite con igual sentido en Lucas 2.52: «crecía en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y los hombres». En este segundo texto, aunque aparece la misma palabra «crecía», en el original griego se usa un término diferente. La palabra que se emplea ahora es prokopto. Lucas hace, entonces, una combinación entre el crecimiento físico, asociado al aumento del tamaño y a la fisiología, y el desarrollo, asociado a los cambios que ocurren en la estructura, el pensamiento, los valores y el comportamiento de una persona. La novedad de este evangelio es la presentación del desarrollo de Jesús de manera integral u holística por medio de cuatro dimensiones: «sabiduría», «estatura», «gracia para con Dios» y «los hombres» (o «toda la comunidad», como traducen otras versiones). Es un desarrollo armónico y sistémico.
Crecer en sabiduría (sofia), en el contexto de la cultura hebrea, hace referencia a desarrollar un saber que supera el conocimiento académico y que viene como resultado del respeto a Dios y a la práctica de los principios de vida que se encuentran en su ley (Pr 1.7). Cuando Lucas usa sabiduría refleja el uso común que tiene ese término en el Antiguo Testamento (1Sa 2.26) donde se interpreta como el conocimiento de la ley y la práctica de una vida íntegra y piadosa. Para los judíos, la sabiduría procede de la consideración de la voluntad de Dios como la norma para ordenar el estilo de vida. Sabio, en este sentido, no es el que más conoce, sino el que mejor vive, o el que hace del conocimiento adquirido una fuente de vida verdadera. Es una virtud práctica, no teórica, que, aunque no desconoce el valor del saber intelectual, afirma la centralidad de los valores de la vida diaria y la formación del carácter de la persona. El asiento de la sabiduría es el corazón, que es el centro de las decisiones morales e intelectuales (1Re 3.9, 12).
Jesús crecía, además, en «estatura» (helikía). Esta palabra está asociada a la edad y al tamaño físico. Con ella se presenta el desarrollo físico del niño Jesús, poco diferente al de la mayoría de los niños y las niñas de su época. Es claro que Lucas se distancia de las especulaciones de los escritos apócrifos prestos a convertir al niño en un ser diferente a sus contemporáneos, y protagonista de sucesos espectaculares. Lucas no registra ningún milagro extravagante que reste fuerza al hecho de presentar a Jesús como un muchachito común y corriente, pero destinado por Dios el Padre para una misión singular.
Crecer en estatura implica cuidar el cuerpo y promover la salud, tiene que ver con la nutrición saludable, el abrigo, la recreación y el juego, entre otras condiciones. En la tradición judía el cuerpo es objeto de cuidado especial por ser una creación de Dios y un don excepcional de su gracia.
Además de sabiduría y estatura, el desarrollo de Jesús se muestra también en «gracia para con Dios y los hombres». La gracia (járis) tiene que ver con «la influencia divina sobre el corazón, y su reflejo en la vida» ; y «significa la presencia de Dios en el mundo y en la historia». La gracia de Dios es Dios mismo actuando de múltiples maneras, unas más perceptibles que otras. Gozar de «gracia para con Dios» expresa, en el caso de Jesús, que tenía una relación saludable con su Padre y que progresaba en el aprendizaje de las Escrituras y en las prácticas de fe, lo cual era natural dentro de una familia judía. José y María contribuyeron al desarrollo espiritual del niño, entre otras formas, modelando un estilo de vida coherente, instruyéndolo en el conocimiento de la Ley y siendo fieles en el cumplimento de las tradiciones de su fe (Lc 2.22-24, 41).
Pero Jesús no sólo gozaba de una relación significativa con Dios el Padre, sino también con la comunidad en la cual vivía (amigos y amigas, familia, vecinos, miembros de la sinagoga y otras personas). Crecía en gracia para «con los hombres», es decir, gozaba de cariño, cuidado, admiración, solidaridad, amor, simpatía y otras expresiones de la gracia de la comunidad, tan necesarias para todo desarrollo humano. Ambas dimensiones, tanto el desarrollo espiritual («gracia para con Dios») como el desarrollo afectivo-social («gracia para con los hombres»), son manifestaciones evidentes de la bendición o favor de Dios sobre una persona. Un caso similar de este crecimiento armónico —con gracia para con Dios y agraciado ante la comunidad— se encuentra en la vida del joven Samuel: «Mientras tanto, el joven Samuel iba creciendo y haciéndose grato delante de Dios y delante de los hombres» (1Sa 2.26).
Aunque la gracia es un favor que viene de parte de Dios, los seres humanos participamos en su manifestación. Somos agentes de la gracia, y ella es tanto un don como una tarea. La gracia nos invita a participar en las acciones de Dios sobre nuestras vidas y sobre la historia. Eso se cumplió en el desarrollo humano de Jesús y de Samuel. En ambos se conjuga el favor de Dios que procede de lo alto y el esfuerzo humano que viene de parte de la persona, de su familia y de su comunidad. «Gracia es siempre encuentro en una extrapolación de Dios, que se da al hombre, y del hombre que se da a Dios». Así, el ser humano se desarrolla hacia su plenitud como resultado de la gracia de Dios —que acontece sin mérito alguno—, pero también de su esfuerzo propio —aunque sabiendo que cuando este se da es una expresión de la gracia de Dios—. «Porque ¿quién te hace superior? ¿Y qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» (1Co 4.7).
Pero a la gracia de Dios se oponen las des-gracias del mundo, o los signos de la muerte. La des-gracia es la negación de la gracia de Dios y la contradicción de su Reino. Las narraciones del nacimiento del niño dejan constancia de esta realidad: el niño nace en el momento de mayor poderío del imperio romano; el emperador Augusto César (Lc 2.1) se atribuye títulos de falsa divinidad (señor divino) y es declarado como aquel que trae la salvación al universo. Por su parte, Herodes, embriagado de poder, ordena asesinar a todos los niños menores de dos años nacidos en Belén y sus alrededores (Mt 2.16). El niño nace en una pesebrera o establo, allí donde se ponía la ración para los animales, porque «no había lugar para ellos en el mesón» (Lc 2.7). La violencia, la persecución, los abusos del poder político, la desigualdad social, el desplazamiento forzado, la pobreza, entre otras situaciones, forman parte del marco socio-político del nacimiento de Jesús.
Ante tantas des-gracias —de ayer y de hoy— que se oponen a la plenitud de la vida y al desarrollo armónico de las niñas y los niños, Dios invita a su pueblo a colaborar en su plan de redención. «La pura gracia nos lleva a vivir la vida en anuncio y denuncia, en esperanza y celebración, en milagro y supervivencia. Es la pura gracia la que nos hace integralmente actores de este evangelio de amor, y no solamente receptores pasivos». ¿No es acaso María el mejor ejemplo de esta fe activa, profética, esperanzada y solidaria? El cántico de María (Lc 1.46-55) refleja la fe que acompañó a Jesús desde sus primeros días.
Tenemos, entonces, que Jesús se desarrolló de manera integral y saludable, aunque las condiciones políticas, sociales y económicas no fueron óptimas. Muy a pesar de ellas Jesús experimentó la gracia del Padre, la atención esforzada de su familia, y el apoyo solidario de su comunidad. Ni la carencia de bienes materiales, ni los sobresaltos de las persecuciones por parte de Herodes, ni las presiones del contexto socio-político impidieron su pleno desarrollo. Con las convicciones internas pudieron afrontar las condiciones externas. La gracia de la vida se sobrepuso a la des-gracia de la muerte.
De allí que la plenitud humana, según el modelo de Jesús, no consista sólo en un determinado grado de madurez psicológica, ni de bienestar físico, ni de óptimas condiciones socioeconómicas. Es una plenitud que no se puede colmar con ningún derroche de alimentos, ni desproporción de condiciones materiales, ni exceso de poder. Va más allá; «sobrepasa todas las consideraciones de naturaleza biológica, económica o de bienestar». Se fundamenta en la dimensión espiritual —o trascendente— del ser humano que incorpora valores de vida y desarrolla el carácter de acuerdo con la voluntad del Creador.
Valga observar aquí que en el texto de Lucas esa descripción ideal del desarrollo de Jesús (2.52) está precedida por el episodio de la pérdida del niño en el templo de Jerusalén (2.43) y de la consiguiente angustia que ese hecho produjo en José y María (2.48). No hay, pues, nada de idealizaciones que hagan pensar que Jesús no fue un verdadero niño, o que su divinidad atenuó su naturaleza infantil traviesa, juguetona y vivaracha. Que el niño Jesús fue un niño es la gran lección del evangelista: se perdía sin que sus padres se dieran cuenta (2.43); ponía a la familia en «aprietos de última hora» (2.44); era experto en preguntas —¿quizá suspicaces e irreverentes?—; sus actuaciones ocasionaban preocupaciones a José y María (2.48), y sus respuestas producían desconcierto y admiración (2.49-50). No hay razones para hacer de Jesús un adulto pequeño desprovisto de la gracia de la niñez.
Este desarrollo holístico, al cual hemos hecho referencia, está asociado a la plenitud de vida (afirmación original del Nuevo Testamento) y al Shalom (afirmación original del Antiguo Testamento). «Shalom es prosperidad, salud integral, bienestar material y espiritual, armonía con Dios, con el prójimo y con la creación: shalom es plenitud de vida»; es salud comprendida en su manera más amplia, integral y dinámica; es una expresión del bien-ser, más que el bien-estar y el bien-tener humano. Esta vida plena es tanto un don que proviene de Dios (Jn 10.10) como una aspiración por la cual el pueblo de Dios ora, sirve, lucha y trabaja (Mt 6.33); es la causa del reino de Dios y su justicia.
Esta plenitud humana, así como tiene una dimensión individual (desarrollo personal) tiene también una dimensión social; es decir, es una plenitud que se vive de manera solidaria con el prójimo y que encara de manera profética la realidad de las estructuras políticas, sociales y culturales que afecta el desarrollo del ser-humano-en-comunidad. Este es el sentido que se encuentra en el cántico de María cuando alaba al Señor porque «Quitó de los tronos a los poderosos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia» (Lc 1.52-53).
Tenemos, en resumen, que Jesús es el mejor modelo de plenitud humana. Así lo ha reconocido por siglos la tradición cristiana cuando se ha referido a él como el hombre nuevo y modelo de humanidad. La meta de todo ser humano es alcanzar la estatura de Jesucristo o, como dice el apóstol Pablo, avanzar hacia «una humanidad perfecta que se conforme a la plena estatura de Cristo» (Ef 4.13). Jesús es modelo, sentido y destino de vida; es el arquetipo de la nueva humanidad, y lo es desde su nacimiento. Ya desde el pesebre representa el símbolo y la plenitud de la vida.