
por Juan Stam
Una iglesia que no encuentra su voz profética, sobre todo en momentos de crisis histórica, es simplemente una iglesia infiel.
Si la predicación es palabra viva de Dios, lo cuál es la sustancia de la profecía, entonces la predicación debe entenderse como palabra profética. Jesús mismo, el Verbo encarnado, vino con un marcado carácter profético (Mt 16.14), y las Escrituras poseen un carácter marcadamente profético, desde el profeta Moisés hasta los profetas hebreos, por lo que la predicación de Cristo y de las Escrituras también debe ser profética.
Se puede afirmar que en la Biblia los primeros predicadores, y no sólo maestros de la ley, fueron los profetas en Israel. Aunque hoy tengamos sus profecías en forma escrita, originalmente ellos pronunciaron sus apasionados y perturbadores discursos en plaza pública. Y hoy, si nuestra predicación es palabra de Dios, como hemos afirmado, entonces toda predicación debe poseer algo de carácter profético. Eso es la falta más común y más seria en la mayor parte de la predicación; de hecho, a menudo la predicación en muchas iglesias es anti-profética y alienante. Tal predicación es infiel a la vocación con que Dios nos ha llamado.
La palabra «profecía» es uno de los términos bíblicos que peor se entienden. Por lo general se le entiende como esencialmente predicción del futuro, como revelación sobrenatural de información secreta, o como una palabra divinamente autorizada que nadie debe cuestionar. ¡Todo equivocado! El vaticinio de eventos futuros constituye una mínima parte del mensaje profético. El profeta no recibía su llamado para predecir, ni dejaba de serlo si no predecía. En segundo lugar, el Antiguo Testamento prohíbe y condena la adivinación, a lo que corresponde un gran porcentaje de supuestas «palabras proféticas» hoy. Y lejos de otorgarles a los profetas una autoridad incuestionable, casi divina, Pablo dos veces exhorta a los fieles a examinar las profecías con discernimiento crítico (1Ts 5.21; 1Co 14.29).
Un aspecto del significado del día de Pentecostés, pocas veces reconocido, es que aquel día marcó para siempre la naturaleza carismática y profética de toda la Iglesia, sin distingo de sexo, etnia, edad o condición social (Hch 2.17–18). Eso significa un llamado profético especialmente para los y las líderes de la iglesia y una responsabilidad ante Dios y la historia de no traicionar esa vocación. Una iglesia que no encuentra su voz profética, sobre todo en momentos de crisis histórica, es simplemente una iglesia infiel.
La palabra viva de Dios exige obediencia en medio del pueblo y de la historia. Una predicación que semana tras semana no conlleva exigencia profética, y no tiene cómo obedecerse en todas las esferas de la vida, de seguro no es Palabra de Dios. Se dedica a ofrecer un menú variado de productos de consumo religioso pero no nos llama a tomar la cruz y seguir al Crucificado en discipulado radical (Mt 16.24).
Nuestros tiempos nos han traído, junto con infinidad de voces anti-proféticas, otras voces que valientemente proclamaron las buenas nuevas del Reino de Dios y su justicia, del Shalom de Dios y del gran Jubileo con su programa profético de igualdad. Los tres más destacados —Dietrich Bonhoeffer, Martin Luther King y Oscar Arnulfo Romero— sellaron su testimonio con su sangre. Dios nos los envió, en el más auténtico linaje de los grandes profetas de los tiempos bíblicos.
Que Dios nos ayude a aprender de ellos y seguir su ejemplo.
---------------------------------------------------------------------------------
Tomado de «Fundamentos de la predicación» de juanstam.com, ©2007.
No hay comentarios:
Publicar un comentario