lunes, diciembre 22, 2008

¿En què sentido la biblia es Palabra de Dios?









Enric Capò, España

La Biblia no es literalmente palabra de Dios. Esta afirmación puede sonar escandalosa a algunos cristianos y es posible que algunos la consideren ajena a nuestras posiciones tradicionales e incluso contraria a las doctrinas básicas del Protestantismo.. Esto es comprensible ya que no es fácil asimilarlo. Nuestro lenguaje ha sido nebuloso a la hora de afrontar este asunto y hemos usado la frase “palabra de Dios” con mucha superficialidad, evitando los escollos que presenta. Pero es hora de afrontar el reto que esta frase representa para nosotros, ya que mucho más escandaloso que negar que la Biblia es palabra literal de Dios, es atribuir a Dios hechos, palabras o mandamientos que encontramos en sus páginas y que no se avienen en absoluto con el carácter del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por ejemplo: la ley del exterminio sagrado (Deut.20). Aceptar que esto es palabra de Dios sería entrar en un proceso de deterioro de las leyes éticas que, de alguna forma, son aceptadas como correctas en nuestro entorno cultural. Si Dios estableció la ley del exterminio sagrado para el pueblo de Israel, ¿qué nos impide aplicarla nosotros, como ya hicimos en las famosas cruzadas de la Edad Media? Un Antiguo Testamento interpretado literalmente nos puede fácilmente llevar a predicar la guerra santa como hacen los fundamentalistas islámicos. Otros ejemplos en contra de la literalidad en la interpretación de la Biblia los podríamos encontrar en los conocidos debates sobre la esclavitud en los que buenos cristianos defendieron esta institución basándose en textos de las Escrituras.

Si esto es así, ¿Cómo hemos de entender la frase preferida de los profetas: “Así dice el Señor”? Lo que viene a continuación ¿no lo hemos de aceptar como una orden de Dios mismo? Antes de responder a esta pregunta deberíamos recordar que en el Antiguo Testamento nos movemos en un mundo muy diferente al nuestro, en el que también varían las formas de expresarse.

No encontramos en aquel tiempo el celo por lo literal que respetamos nosotros. Cuando el profeta habla en nombre de Dios, no es que haya recibido un mensaje directo y concreto sobre el asunto sobre el cual habla, sino que comunica al pueblo lo que él, como profeta, interpreta es la voluntad de Dios. Habla en nombre de Dios, tal como él lo entiende. Hay en toda la Biblia una revelación progresiva de Dios a los hombres y éstos la reciben de acuerdo con el tiempo y sus facultades de comprensión. Del Dios rudimentario ligado a la tierra y al pueblo que encontramos en el antiguo Israel, pasamos, por ejemplo, al Dios de toda la tierra del profeta Isaías. Del Dios más fuerte que los otros dioses de la época de los jueces, pasamos al Dios único que juzga sobre toda la tierra y
que no hace acepción de personas. Por tanto, la frase “así dice el Señor” la hemos de relativizar. No es la palabra literal de Dios, sino lo que el profeta entiende diría Dios en una ocasión concreta.
A la afirmación de que la Biblia es la palabra de Dios, otros teólogos oponen la frase: la Biblia contiene la palabra de Dios. Hay muchas formas de explicar qué significa este “contiene” y alguna de ellas es muy aceptable. Sin embargo, creo que es justo decir que los conservadores tienen razón al rechazarla, ya que –según su interpretación- contiene elementos subjetivos inaceptables. ¿Quién dice que es y que no es palabra de Dios? ¿Cual es la regla que traza la línea divisoria entre lo que es palabra humana y lo que es palabra de Dios? ¿Hay que rechazar lo que no nos gusta, como hizo Lutero con la epístola de Santiago? Nos encontramos en un callejón sin salida como nos sucede siempre que queremos encontrar una base objetiva para nuestra fe. No la hay.

Ahora bien, a pesar de creer firmemente que la Biblia no es palabra literal de Dios, por lo que a mi respecta, continuaré –como he hecho siempre- hablando de ella como “la palabra de Dios” y lo haré con total honestidad. Creo que la Biblia es instrumento de Dios para hablarnos. No conozco ningún otro lugar donde con tanta facilidad podemos escuchar la voz de Dios en el fondo de nuestra vida. Palabras humanas, testimonios de hombres de fe, relatos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, se convierten, por el poder del Espíritu, en palabra actual de Dios a su pueblo y al mundo en general. Mi fe y mi vida cristiana tienen su origen en lo que los escritores sagrados nos han ofrecido en sus escritos. No les concedo una autoridad absoluta; dudo, a veces, de la procedencia de sus declaraciones; pero a través de ellos, Dios llega a mi vida. Y llega, no como una ley de obligado cumplimiento, ni como doctrina sana o correcta, sino como el Dios que me salva y me acompaña.

Se me dirá que esta actitud es muy subjetiva y no tiene validez general. Lo acepto, pero al mismo tiempo afirmo que todo lo que tiene que ver con la fe es subjetivo. La fe es siempre una opción que hemos de tomar arriesgando nuestra vida, sin tener argumentos concluyentes y sin garantías. Por esto toda la vida cristiana empieza con un ”yo creo”. Querer tener para la fe bases o fundamentos objetivos, como una Biblia o un papa infalibles, es un camino sin salida. Honestamente, creo que no es transitable.

Por otra parte, ¿no es lo subjetivo lo realmente importante? ¿De que me sirve una Biblia literalmente palabra de Dios, si no me llega al fondo de la vida, si no me afecta personalmente? Me dirán ¿y las normas de conducta? ¿Y la doctrina para formular la fe? ¿Es que no hay necesidad de establecer una ética y una doctrina para toda la Iglesia? No niego que esto sea importante, pero de mandamientos sólo tenemos uno: “Amarás al Señor... amarás a tu prójimo como a ti mismo”; y de doctrinas, tantas como queramos. Su incidencia en la vida cristiana es mínima.

A modo de conclusión, repito lo que ya he afirmado anteriormente: La Biblia no es palabra literal de Dios, pero a través de ella, Dios me habla, me redarguye de pecado, me salva y me muestra el camino más excelente al que se refería Pablo en su carta a los Corintios (12, 31): el camino del amor que “nunca deja de ser” (1 Co 13,8).

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