viernes, febrero 13, 2009

EL MILAGRO DE LA PREDICACIÒIN



Por Juan Stam

La predicación es un acto de Dios, totalmente imposible para un ser humano. El predicador no tiene ningún control sobre la acción de Dios, ni puede garantizar que Dios hablará por medio de su exposición.

La predicación y el Espíritu de Dios: La predicación es una tarea muy seria, sin duda mucho más grande de lo que solemos pensar. Con razón observa Karl Barth, en su tratado sobre la predicación, comenta que esta es una tarea imposible; para ella, observa, todo ser humano es incapaz e indigno (1969:48,52). Aun, le resulta imposible saber de antemano qué está pasando mientras él predica, porque los resultados dependen enteramente de Dios (1969:48). Tenemos que exclamar con San Pablo, «¿Quién es competente para semejante tarea?» (2Co 2.16).

Pero gracias al Señor, la palabra de Dios nunca corre sin que la acompañe el Espíritu divino que la ha inspirado. Un tema constante en la teología de los reformadores fue el de «La Palabra y el Espíritu». La Palabra sin el Espíritu conduce a una ortodoxia muerta; el Espíritu sin la Palabra llevaba, en la frase de ellos, al «entusiasmo» desordenado. Los reformadores enseñaban también el testimonium spiritus sancti, el cual sin la letra escrita es letra muerta. En un brillante estudio de este tema, Bernard Ramm afirma que con esta doctrina los reformadores evitaron un concepto cuasi-mágico de la eficacia de la Biblia que podría compararse con el ex opere operato del tradicional sacramentalismo católico. La Palabra escrita no opera sola, actúa solo si es vivificada por el Espíritu de Dios.

En nuestro tiempo, Karl Barth ha reformulado esta doctrina en términos muy impresionantes. La palabra de Dios, para él, ocurre en su sentido pleno cuando Dios habla y el pueblo escucha (1969:71). La predicación hace presente a la Palabra en forma viva; «cuando se predica el evangelio, Dios habla» (1969:19) y entonces —en la frase de Lutero— «La palabra trae a Cristo al pueblo» (1/1 61). En ese acto de Dios, el «Dios que habló» del pasado se convierte en un presente «Dios que habla», siempre por las Escrituras. Por la acción del Espíritu Santo, la Palabra toma vida, como si fuera una resurrección del texto.

La predicación, así entendida, es un acto de Dios, totalmente imposible para un ser humano (1969:21,48,52). El predicador no tiene ningún control sobre la acción de Dios, ni puede garantizar que Dios hablará por medio de su exposición. Eso queda totalmente en manos de Dios y ocurre cuándo Dios quiere y dónde Dios quiere. Por eso —y esto es lo sorprendente la palabra de Dios por medio de un predicador y su sermón es siempre un milagro (1969:23,101). «En esta situación concreta puede suceder que Dios hable y realice un milagro. Pero nosotros no debemos incluir un milagro, por anticipado, en nuestra predicación» (1969:23). Al predicador sólo le toca anunciar que Dios está por hablar (1969:14) y proclamar a la comunidad lo que Dios mismo les quiere decir, mediante la explicación, en sus propias palabras, de un pasaje de las Escrituras (1969:13).

Esta comprensión radicalmente teocéntrica y pneumatológica nos conduce a entender que la única fuerza verdadera de la buena predicación es la obra del Espíritu Santo. A fin de cuentas, el predicador no puede confiar en la elocuencia de su oratoria ni en el carisma y encanto de su atractiva personalidad, ni en nada parecido. Reconocer que el poder del sermón no pertenece a nosotros mismos, pero que Dios ha prometido la acción eficaz de su Espíritu, y confiar en el Espíritu y sólo el Espíritu, no nos permitirá emplear mecanismos de manipulación para tratar de persuadir a los oyentes (1Co 1.18–2.2; 2Co 4.2; 12.16–17; Ef 4.14). No harán falta gritos y gemidos simulados, ni pegajosa música de trasfondo, ni pavonearse de un lado a otro, micrófono en mano. Es el Espíritu Santo quien penetrará en los corazones, y nosotros los predicadores sabremos confiar en su actuar y no interferir contra su eficaz actuar.

Por otra parte, nunca tomaremos la promesa del Espíritu como un pretexto para la pereza. Convencidos del inmenso privilegio de ser instrumentos del Espíritu, estudiaremos las Escrituras con mayor ahínco y prepararemos los sermones con todo cuidado y pasión. El texto favorito de algunos predicadores, «no se preocupen de qué van a decir; el Espíritu Santo los enseñará lo que deben responder» (Lc 12.11—12), no se aplica a la preparación de sermones ni al estudio sistemático de las Escrituras sino a casos de arresto y persecución, cuando uno no tiene tiempo para preparar su defensa. La exégesis bíblica no aparece entre los dones carismáticos de la Iglesia. El Espíritu Santo nos acompañará con su luz en nuestro estudio de la Palabra, pero sólo si de hecho la estudiamos (2Ti 2.15; 1Pe 3.15; Hch 17.11; 1Ts 5.21; Mt 22.37).

¡Dependamos del Espíritu!
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Se tomó del artículo «Fundamentos de la predicación» en juanstam.com,

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