viernes, enero 30, 2009

EL mensaje de la Cruz


por Juan Stam
El carácter de la predicación como palabra de Dios nos dignifica y nos humilla a la vez.
El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden; en cambio, para los que se salvan, es decir, para nosotros, este mensaje es el poder de Dios... Ya que Dios, en su sabio designio, dispuso que el mundo no lo conociera mediante la sabiduría humana, tuvo a bien salvar, mediante la locura de la predicación, a los que creen.... Este mensaje es motivo de tropiezo para los judíos, y es locura para los gentiles, pero para los que Dios ha llamado, es el poder de Dios y la sabiduría de Dios. Pues la locura de Dios es más sabia que la sabiduría humana, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza humana.
Yo mismo, hermanos, cuando fui a anunciarles el testimonio de Dios, no lo hice con gran elocuencia y sabiduría. Me propuse, más bien, estando entre ustedes, no saber de alguna cosa, excepto de Jesucristo y de éste crucificado (1 Corintios 1.18-2.2).
La predicación, en su sentido bíblico y teológico, es mucho más que sólo la entrega semanal de una homilía religiosa, con todo respeto por la importancia del sermón. Es más que una conferencia teológica o una charla sicológica o social. Es aún más que un estudio bíblico, elemento esencial de toda la vida cristiana. Entonces, ¿en qué consiste la esencia y el sentido de la predicación?
El griego del NT emplea básicamente tres términos para la predicación. El más común es kêrussô (proclamar), y su forma substantivada, kêrugma, ambos derivados de kêrux (heraldo; cf. 1 Tm 2:7; 2 Ti 1:11; 2 Pe 2:5). En el vocabulario teológico moderno se ha creado también el adjetivo "kerigmático", lo que tiene que ver con la proclamación del kêrugma. Otros conjuntos semánticos son euaggelizô (anunciar buenas nuevas), junto con euaggelion (evangelio) y euaggelistês (evangelista) y kataggellô (anunciar) también de la raíz aggelô (llevar una noticia; Jn 20:18) y aggelos (ángel, mensajero). En todos esos vocablos se destaca el sentido de proclamar una noticia o entregar un mensaje. La predicación no consiste esencialmente en comunicar nuevas ideas sino en narrar de nuevo una historia, la de la gracia de Dios en nuestra salvación, y esperar que por esa historia Dios vuelva a hablar y a actuar.
La predicación y el reino de Dios: Al estudiar los aspectos y dimensiones de esta tarea kerigmática, nada mejor que comenzar donde inicia el Nuevo Testamento. Juan el Bautista vino predicando en el desierto: "Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos está cerca" (Mt 3.1), y Jesús llegó con el idéntico mensaje, según Mt 4.17 (cf. Mr 1.14-15). Jesús comisionó a los Doce a proclamar el mismo mensaje (Mt 10:7; Lc 9:2). Más adelante el primer evangelista, escribiendo para los judíos, describe el ministerio de Jesús con las palabras, "Jesús recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando (didaskôn) en las sinagogas, anunciando (kêrussôn) el evangelio del Reino, y sanando toda enfermedad" (Mt 9:35; Lc 8:1; cf. 4:43). Según Lucas, el Cristo Resucitado también enseñó a los discípulos durante cuarenta días "acerca del reino de Dios" (Hch 1:3) y de la misión de proclamar ese Reino hasta lo último de la tierra, hasta su venida (1:1-11). El tema central de los tres primeros evangelios es la llegada del reino de Dios, que con seguridad refleja el mensaje original de Jesús. Muy relacionado con el tema del Reino, Jesús proclamó también la libertad y la igualdad del Jubileo (Lc 4:18-19; cf. 7:22).
Aunque el tema del Reino no es tan presente en Pablo y en el cuatro evangelio, por las nuevas circunstancias culturales y políticas de su misión, sigue siendo muy importante (cf. Jn 3:3,5; 18:36). La labor misionera de Pablo se describe como "andar predicando el reino de Dios" (Hch 20:25), y en la fase final de su misión, ya como preso en Roma, Pablo "predicaba el reino de Dios y enseñaba acerca del Señor Jesucristo" (Hch 28:31). Es más, Jesús mismo, en su sermón profético, anuncia que "este evangelio del reino se predicará en todo el mundo" hasta el fin de la historia (Mt 24:14).
La expectativa del reino mesiánico pertenecía hacía siglos a la tradición judía; lo novedoso del evangelio del Reino consistía en anunciar su inmediata cercanía (Mt 3:1; 4:17). Para Jesús, el Reino no sólo está cerca sino que, en su persona, el Reino se ha hecho presente (Mt 12:28; Lc 4:21; 11:20). Los apóstoles también proclamaban que los tiempos del reino habían llegado (Hch 2:16; 1 Cor 10:11; 1 Jn 2:18). Por eso, predicar es "decir la hora" para anunciar que el reino de Dios ha llegado ya. La predicación es la proclamación de este hecho para interpretar bajo esta nueva luz el pasado, el presente y el futuro. "La predicación pone siempre en presencia de un hecho que plantea una cuestión" (Léon Dufour 1973:711). Esta nueva realidad exige una respuesta específica: arrepentimiento, fe y la búsqueda del reino de Dios y su justicia (Mat 6:33), o en una palabra, la conversión.
En conclusión: la proclamación del Reino es parte central de la predicación, y también, la predicación es parte esencial de la dinámica del Reino y un agente importante de su realización. Como señala González Nuñez, "La palabra de Dios es poder activo en la historia. Pero, además, ejerce en el mundo actividad creadora, empujando todas las cosas hacia su respectiva plenitud. Visto al trasluz de la palabra, el mundo se hace transparente... Creadora en el mundo, salvadora en la historia, la palabra de Dios es una especie de sustento, necesario para que la vida lo sea plenamente " (Floristán 1983:678). La palabra creativa de la predicación va acompañando la marcha del reino de Dios.
La predicación y la palabra de Dios: Esa relación dinámica entre la proclamación y el evangelio del Reino implica también la relación inseparable entre la predicación y la Palabra de Dios. Por eso, se repite a menudo que los apóstoles y los primeros creyentes "predicaban la palabra de Dios" (Hch 8:25 13:5; 15:36; 17:13), o sinónimamente, "la palabra de evangelio" (1 P 1:25) o "la palabra de verdad" (2 Ti 2:15). Otras veces se dice lo mismo con sólo "predicar la palabra" (Hch 8:4). El encargo de los siervos y las siervas del Señor es, "predique la palabra" (2 Tm 4:2), lo cual es mucho más que sólo pronunciar sermones.
La frase "palabra de Dios" tiene diversos significados en las Escrituras y en la historia de la teología. La palabra de Dios por excelencia es el Verbo encarnado (Jn 1:1-18; He 1:2; Ap 19:13, Cristo es ho logos tou theou). En las Escrituras tenemos la palabra de Dios escrita, que da testimonio del Verbo encarnado (Jn 5:39). Pero la Palabra proclamada, en predicación o en testimonio, se llama también "palabra de Dios", donde no se refiere ni a Jesucristo ni a las Escrituras (Hch 4:31; 6:7; 8:14,25; 15:35-36; 16:32; 17:13; cf. Lc 10.16). Cristo es la máxima y perfecta revelación de Dios, quien después de hablarnos por diversos medios, "en estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo" (He 1:1-2, elalêsen hêmin en huiô, "nos habló en Hijo"). El lenguaje supremo de Dios es "en Hijo" y las Escrituras son el testimonio inspirado de esa revelación, definitivamente normativas para toda proclamación de Cristo. Pero esa proclamación oral es también "palabra de Dios", según el uso bíblico de esa frase.
Esta comprensión de las tres modalidades de la palabra de Dios, y por ende de la predicación como palabra de Dios cuando es fiel a las Escrituras, fue expresada en lenguaje muy enfático por Martín Lutero y reiterado con igual énfasis por Karl Barth (KB 1/1 107; 1/2 743,751). Según la Confesión Helvética de 1563, "la predicación de la palabra de Dios es palabra de Dios" (praedicatio verbi Dei est verbum Dei). Lutero se atrevió a afirmar que cuando el predicar proclama fielmente la palabra de Dios, "su boca es la boca de Cristo". Karl Barth hace suya esta teología de la predicación, para afirmar que la predicación es en primer término una acción de Dios (1/2 751) en la que es Dios mismo, y sólo Dios, quien habla (1/2 884).
Para muchas personas, que suelen entender "palabra de Dios" como sólo la Biblia, este descubrimiento tiene implicaciones revolucionarias para la manera de entender la predicación. Por un lado, magnifica infinitamente la dignidad del púlpito y el privilegio de ser portador de la palabra divina. También aumenta infinitamente nuestra expectativa de lo que Dios puede hacer por medio de su Palabra, a pesar de nuestra debilidad e insuficiencia. Es una vocación demasiada alta y honrosa para cualquier ser humano. Así entendido, el carácter de la predicación como palabra de Dios nos dignifica y nos humilla a la vez.
Aquí vale para nuestra predicación la doble consigna de la Reforma de tota scriptura y sola scriptura. Pablo nos da el ejemplo de proclamar "todo el consejo de Dios" (Hch 20:20,27; Col 1:2), sin quitarle nada, y tampoco añadirle "nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron..." (Hch 26:22). Quitamos de las Escrituras cuando sólo predicamos sobre ciertos temas o de ciertos libros y pasajes de nuestra preferencia. En ese sentido, predicar desde el calendario litúrgico obtenemos dos grandes ventajas: obliga al predicador a exponer toda la amplísima gama de enseñanza bíblico, y liga la predicación con la historia de la salvación (no sólo navidad y semana santa, sino ascensión, domingo de Pentecostés, etc.). Pero esa práctica no debe desplazar la predicación expositiva de libros enteros, teniendo cuidado de incluir en la enseñanza los diferentes estratos y géneros de la literatura bíblica.
Aún mayor es la tentación en la predicación de añadir al texto, como si él no fuera suficiente. Un sermón fiel a la Palabra de Dios parte del texto bíblico y no sale de él si no profundiza en su mensaje hasta el Amén final (Hch 2:14-36; 8:35). Muchos predicadores se dedican más bien a sacar inferencias del texto, que aun cuando fueren totalmente válidas lógicamente, no son bíblicas y puede hasta contradecir el sentido del texto. Una ensalada de consejos vagos, sugerencias abstractas y exhortaciones muy generales, aunque vengan maquillados con textos bíblicos, no es un sermón, mucho menos palabra de Dios. El sermón no debe ser una simple antología de ilustraciones, anécdotas y ex abruptos sensacionalistas. El sermón tampoco es el lugar para ventilar las opiniones personales del predicador, que no surgen de la palabra de Dios ni se fundamentan en ella. En la predicación contemporánea priva un "opinionismo" que raya con el sacrilegio.
El humor debe tener su debido lugar en la predicación (la Biblia misma es una fuente rica de humor), pero siempre en función del texto y no como fin en sí mismo. El humor debe iluminar el mensaje del texto. Jugar con la palabra de Dios es pecado, como lo es también volverla aburrida. Los predicadores tienen que saber moverse entre la frivolidad por un lado, y la rutina seca y el aburrimiento por otro lado. La jocosidad frívola puede ayudar para el "éxito" del sermón y la popularidad del predicador, pero será un obstáculo que impida la eficacia del sermón como palabra de Dios. Hay dos peligros que evitar en la predicación: la frivolidad, y el aburrimiento.
La predicación es una tarea bíblica, es decir, exegética y hermenéutica. Bien ha dicho Bernard Ramm (1976:8) que la primera preocupación del predicador no debe ser homilética (¿Cómo predico un buen sermón?) sino hermenéutica (¿Cómo oigo la palabra de Dios, y la hago oír?). Antes del sermón la predicadora se encuentra con Dios en y por el texto, luchando con Dios y el texto hasta recibir de Dios una palabra viva que sea a la vez fiel y contextual. Al presentarse ante la comunidad, plasma ese encuentro en un sermón para compartir ese encuentro con los demás y buscar juntos la presencia del Señor y escuchar juntos su voz.
La única meta del sermón, la mayor responsabilidad del predicador y el criterio exclusivo del resultado de la predicación, todos responden a la pregunta central, si se proclamó fielmente la palabra de Dios. El predicador no predica para complacer a los oyentes, para manipular sus emociones ni aun para lograr cambios religiosos y morales en ellos. Su tarea es proclamar la palabra de Dios; no predica buscando esa transformación sino esperándola como resultado indirecto por la obra del Espíritu Santo. Mucho menos debe predicar con la motivación de lograr éxito y fama como orador o erudito bíblico.
Atreverse a predicar como Dios quiere, es un acto de amor, de humildad y de abnegación. William Willimon ha señalado que el verdadero predicador tiene que amar más a Dios que a su congregación. Es una gran tentación para el predicador buscar en su ministerio la realización de sus propios intereses y metas. La predicación fiel comienza en el corazón del predicador. Es un corazón con un supremo amor a Dios y su palabra, aun más que a la congregación y mucho más que a sí mismo.
Pasa con la predicación igual que con la profecía: la predicación fiel siempre va acompañada por la predicación falsa, que busca complacer a la gente, se dirige por las expectativas del público y les enseña a decir "Señor, Señor" pero no a hacer la voluntad del Padre celestial (Mt 7:21-23). Por eso, la iglesia debe vigilar su púlpito con todo celo en el Espíritu. No debe dejar a cualquiera que "habla lindo" ocupar ese lugar sagrado sino sólo a los que se han demostrado maduros, bien centrados en la Palabra y consecuentes en sus vidas. No cabe duda que el descuido en este aspecto ha producido desviaciones y aberraciones en las últimas décadas, produciendo daños muy serios en la Iglesia.
Es urgente también ir enseñando a las congregaciones lo que bíblicamente deben esperar de un predicador y de un sermón. Mucho del desorden de las últimas décadas se debe a la gran falta de discernimiento de los mismos oyentes. A pesar del exagerado número de horas que pasan escuchando sermones, en general no se logra una adecuada formación bíblica y teológica para discriminar entre predicación fiel y predicación "bonita", conmovedora o sensacionalista pero no bíblica. Hace años el destacado orador evangélico, Cecilio Arrastía -- ¡un verdadero modelo de predicador fiel! -- hablaba de la congregación como comunidad hermenéutica en que todos sepan interpretar la Palabra y distinguir entre lo bueno y lo malo en la predicación (1 Ts 5:21; Hch 17:11; 1 Cor 14:29).
¡Imploremos al Espíritu de Dios que unja a nuestros predicadores y congregaciones con amor a la Palabra y discernimiento acertado ante estos abusos!

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Se tomó del artículo Fundamentos de la predicación en juanstam.com, ©2007. Todos los derechos reservados.
Juan Stam (75), oriundo de Paterson, Nueva Jersey, es uno de los teólogos evangélicos «latinoamericanos» más pertinentes de la actualidad. Aunque es estadounidense de nacimiento, se nacionalizó costarricense como parte de un proceso de identificación con América Latina que lleva más de cincuenta años. Está casado con Doris Emanuelson (71), su compañera de camino, nacida en Bridgeport, Connecticut.

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